Islas

25 de Febrero 2024 Columnas

Chile es una isla. Al final del océano Pacífico, si miramos desde Asia. Al final del Atlántico y detrás de Argentina, si miramos desde Europa. En una esquina, y también al final de América, si miramos desde Estados Unidos. Infranqueable por un océano intranquilo y una sólida cordillera y aislado por las arenas del norte y los hielos del sur. De isla geográfica a isla mental, hay un paso.

Esa isla tiene islas. La principal es la isla grande de Chiloé y su puñado de islas pequeñas y medianas, esparcidas entre ella y el continente. Esa que demoró varios años en incorporarse a la República. La misma que se apronta, luego de resistencias de la naturaleza y de los humanos, a ser conectada a través de un extenso puente en el canal de Chacao.

La postal es de lomas verdes y canales. Hay un aire pastoril y domesticado, si se le compara con su alternativa en tierra firme —lo que se llama Chiloé continental—, donde prima la exuberancia de la naturaleza, con sus montañas que enfrentan el mar, cascadas y bosques milenarios.

Chiloé insular, en especial su cara del Este, es marea. La marea, que se manifiesta principalmente en verano, puede llegar a alcanzar más de ocho metros en vertical. Eso hace que cada seis horas, el paisaje cambie drásticamente, por la poca profundidad del fondo marino. El mar se recoge y se ensancha y el fenómeno deja al descubierto un mar de vida. Con bajamar, aparecen las almejas, cholgas, choros, caracoles, erizos, locos, navajuelas, picorocos y piures. Además, permite que algunas islas se unan, por un par de horas, con puentes de piedras y arena.

Chiloé es, también, peces y pájaros. Ahí crece merluza austral, róbalo, rollizo, sierra, congrio y puye, junto a los salmones enjaulados. La variedad y cantidad de pájaros es abismante, en comparación con las zonas lacustres, y no se cansan de gritar a voz en cuello, de día y de noche.

El chilote rural es la encarnación del multitasking. Son agricultores y ganaderos. Aquí crecen una infinidad de variedades de papas y el ajo chilote, del porte de una cebolla chica y con un suave sabor en comparación con su pariente continental. Crían ovejas —ahí está la oveja chilota, con una carne algo salada por el pasto que come de las orillas, lo que los franceses llaman pré-salé—, vacas, gansos, gallinas y chanchos.

También son navegantes, carpinteros y mariscadores. En Chiloé aún subsisten los astilleros, con eximios carpinteros de ribera, que nacieron junto con los planos de sus embarcaciones. Construyen sus casas con la madera del monte continental, muchas de ellas en palafito para sortear las altas mareas. Sus antepasados fueron los que levantaron las iglesias que miran al mar, de la mano de los jesuitas y franciscanos: verdaderos botes al revés, para navegar el cielo. Son, además, duchos comerciantes, que transportan madera, mariscos, ovejas y luga, entre las islas y Puerto Montt.

El curanto al hoyo, con su fondo de piedras incandescentes, mariscos por doquier y tapado con hojas de nalcas, es una creativa forma de hacerse de proteína en grandes cantidades, con las cuelgas de cholgas y almejas ahumadas. Por si fuera poco, saben hilar y tejer —tanto chombas como canastos— y estrujar sus pequeñas y ácidas manzanas para hacer chicha.

De primeras, el chilote es algo tímido y taciturno. Cuando se entra en calor —un mate o una copita de chicha ayuda—, se vuelve locuaz y nos permite entrar a sus mundos y quehaceres, llenos de imágenes, pericias y sabiduría. El trato es horizontal y directo —en contraste con el campesino del norte—, quizás por su arraigada tradición cultural de minifundio. Cuando uno logra afinar los oídos (y liberarse del cerumen nortino), se escucha un entramado social sofisticado —de torneos de fútbol y procesiones religiosas—, donde conviven españoles como sacados de siglos pasados de Galicia o Vascongadas, con laboriosos huilliches originarios, donde hay múltiples intercambios basados en la mera reciprocidad, que nos habla de una sociedad solidaria y cohesionada, pero que aprecia el esfuerzo personal y la fortuna alcanzada a puro ñeque.

Chiloé destila creatividad e imaginación. Ayudados por la combinación de una alimentación proteica del mar y por el aislamiento de los lluviosos meses de invierno, aquí nació el Trauco, la Fiura, el Imbunche, el Caleuche, la Pincoya y un sinfín de personajes mitológicos, que no tienen parangón en nuestro país y que podrían competir mano a mano con las fantasías de Tolkien.

La modernidad ha ido llegando a tropezones, primero con las salmoneras, que trajo empleos y dinero, mermando el trueque. Luego vino el celular y la televisión satelital, en desmedro de las radios locales y atrapando la atención de los cada vez más escasos niños. Aparecieron las ayudas estatales —para paliar, en algo, la migración hacia los centros urbanos—, con la electricidad, los caminos interiores pavimentados, el transporte naval subsidiado y el fortalecimiento de la infraestructura de salud y escolar, tan apreciados por los chilotes.

Chiloé, así como los otros rincones rurales de nuestro país, nos enseña que nuestras céntricas islas urbanas —esas que pujan por imitar a los países del hemisferio norte— debieran mirar, cada cierto tiempo, su pasado y su tradición cultural. Que el parto de la modernidad —de la que hemos estado empeñados en los últimos decenios— debiera incorporar nuestra alma isleña, no desde un pedestal paternalista o academicista, ni tampoco desde una visión binaria de dominación —nosotros o ellos—, sino con esa disposición sobria y humilde, con cable a tierra, de los que se saben isleños inveterados y son agradecidos de la naturaleza.

Publicada en El Mercurio.

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