Gorilas con navaja

27 de Agosto 2023 Columnas

El periodista y escritor Luis Urrutia O’Nell (Chomsky) en su libro “Colo Colo 1973”, publicado hace algunos años, planteó la tesis de que el éxito deportivo de este equipo, que llegó a la final de la Copa Libertadores, retrasó el Golpe de Estado, ocurrido el 11 de septiembre de 1973. El conjunto que lideraba Carlos Caszely era una de las pocas cosas que unía a los chilenos en esos años y por esta razón los militares habrían postergado el golpe.

La familia de Eduardo Frei, desde hace varias décadas, ha sostenido que el expresidente, en su condición de máximo opositor a la dictadura, fue asesinado mientras se realizaba un procedimiento médico. Debajo de la negligencia médica, se escondería, en realidad, uno de los magnicidios más importantes de nuestra historia.

Algo similar habría ocurrido con Pablo Neruda. 12 días después del Golpe, Neftalí Reyes fue llevado a una clínica donde, según su sobrino, se le habría inyectado “un arma biológica”, lo que habría provocado su muerte y no, como se estableció en su certificado de defunción, por el cáncer de próstata que lo aquejaba.

Las teorías del complot siempre resultan más atractivas que la realidad. Imaginar a los cuatro miembros de la junta, en un sótano lleno de humo, mirando un partido en blanco y negro esperando la pronta eliminación de Colo Colo para ejecutar el golpe o a Pinochet dando la orden desde un teléfono rojo para que una enfermera se infiltrara en la clínica a la que iba a llegar el poeta para inyectar un veneno y, luego, presionando a un grupo de médicos para acabar con uno de sus principales opositores, da para pensar en reevaluar la forma como operó la dictadura, e imaginarla como una trama digna de una película de Netflix.

La realidad, en cambio, pareciera ser distinta. No es que los militares hayan sido unas blancas palomas incapaces moralmente de ejecutar estos actos, pero sí intelectualmente. A partir de la información que existe, su proceder, la mayoría de las veces, estuvo muy lejos de la sofisticación que les gusta imaginar a los familiares de Frei, Neruda o al mismo Chomsky.

Los antecedentes que tenemos, en cambio, nos muestran a soldados actuando de manera brutal. El cadáver del cantautor Víctor Jara da cuenta de ello. Un crimen tan cruel como innecesario pareciera estar en las antípodas de una fuerza que operaba, a los pocos días del golpe, filtrándose en clínicas para acabar con sus opositores con armas químicas.

Quizás el caso más emblemático de esta brutalidad sea la bomba puesta al automóvil del embajador Orlando Leterier en Washington y que además de acabar con su vida, lo hizo con su ayudante, la ciudadana estadounidense Ronni Moffitt. Ya antes habían hecho algo similar con el general Carlos Prats en Buenos Aires.

Hasta el atentado a las Torres Gemelas el 2001, nadie había tenido la osadía, por no decir la torpeza, de ejecutar un acto de terrorismo de esa magnitud en la mismísima capital de los Estados Unidos y atentar además contra una ciudadana de esa nación.

De vuelta al presente, hace uno días se cumplieron los 50 años de la renuncia del general Carlos Prats al gabinete del presidente Salvador Allende. Con el fin de evitar un golpe de Estado, Prats creyó que, participando del gobierno, esta amenaza se podía disipar. Y, en 1972, advertía a quienes pedían la intervención de las Fuerzas Armadas que una dictadura iba a ser implacablemente represiva: “A la semana siguiente a los aplausos al dictador, los políticos de los bandos más encontrados estarían unidos gritándoles: ¡Gorilas!”

Los hechos posteriores al 11 de septiembre de 1973 le dieron la razón. El actuar de los militares estuvo muy lejos de esa sofisticación que algunos, por distintas razones, políticas, económicas o deportivas, quieren atribuirle.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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