Evópoli y el liberalismo de la diversidad

10 de Diciembre 2018 Columnas

A propósito del requerimiento que Chile Vamos presentó al Tribunal Constitucional para hacer valer la objeción de conciencia de ciertas instituciones médicas respecto de la ley de aborto en tres causales, el rector Carlos Peña acusó específicamente a Evópoli de no entender de qué se trata el liberalismo que dicen encarnar. Como la UDI y RN son derechamente conservadoras, no hubo crítica de inconsecuencia por ese lado. El intercambio epistolar entre Peña y los líderes de Evópoli (a los cuales se sumó Álvaro Fischer) cubrió finalmente una serie de aristas teóricas que superan el caso del aborto y la objeción institucional. Esta columna es para desmenuzar una de dichas aristas: si acaso es consistente con el liberalismo garantizar excepciones a leyes generalmente obligatorias para ciertos grupos en consideración a sus creencias.

Peña y Fischer, especialmente, abren una discusión fundamental al reflexionar sobre el currículum escolar. Según Peña, los establecimientos educativos particulares no tienen el derecho de rechazar el currículum mínimo que exige el Estado y al mismo tiempo demandar subvención. Fischer replica que, si algún colegio no quiere enseñar la teoría de evolución porque va contra sus creencias, entonces el Estado debe respetar dicha decisión. A fin de cuentas, esos niños estarán recibiendo otros tantos bienes educacionales que justifican la inversión pública. Que Fischer, probablemente el más célebre darwinista chileno, ejemplifique con la teoría de evolución da cuenta de la importancia que le asigna a la autonomía de las comunidades, ya sean religiosas o de otra índole. En una reciente entrevista, Fischer ya había sostenido que prefiere que el Estado respete la decisión de los padres si estos eligen un colegio donde se enseñe que la evolución es mentira y “los monos solo producen monitos”.

Esta discusión se parece mucho a la que han tenido los filósofos liberales en las últimas décadas respecto de dos formas distintas de concebir el proyecto liberal. Es un debate que se encendió a partir del caso Wisconsin v. Yoder, que resolvió la Corte Suprema de Estados Unidos en 1972. En él, una comunidad Amish —no es casualidad que Peña se refiera a ellos— solicita al Estado el derecho de retirar a sus hijos del sistema educacional antes de cursar todos los años que exige la ley. La Corte les dio la razón, argumentando que su libertad religiosa era más importante que los intereses educacionales del Estado. La gran familia liberal se dividió en dos: un grupo sostuvo que el fallo era inaceptable pues, a través de la educación y el currículum obligatorio, los niños desarrollaban no solo competencias cívicas, sino principalmente facilitadoras de la autonomía individual para escoger sus proyectos de vida; el otro grupo apoyó la sentencia, sosteniendo que el liberalismo se trata justamente de respetar la diversidad de creencias e ideas que conviven en la sociedad.

Probablemente el filósofo político más frontal contra los “liberales de la autonomía” y el mayor exponente de los “liberales de la diversidad” ha sido William Galston. En su visión, las distintas comunidades —incluyendo a los grupos religiosos— gozan de amplio espacio para practicar sus formas de vida. La intervención del Estado debe ser excepcionalísima y solo se justifica —esto lo reitera Fischer— cuando derechos de terceros están en juego. Esto quiere decir que la sociedad liberal, según la entiende Galston, puede cobijar en su seno a grupos que internamente son iliberales. Un Estado liberal sería aquel que garantiza el pluralismo en la dimensión agregada, sin inmiscuirse demasiado en la dimensión micro. Allí, cada comunidad es soberana: desde el colegio que enseña creacionismo hasta el hospital que no practica abortos. Como el mismo Galston advierte, el “liberalismo de la diversidad” se encuentra más cerca de los ideales de tolerancia que inspiraron la reforma protestante. El “liberalismo de la autonomía”, en cambio, estaría influido por el afán racionalista de la Ilustración, que confiaba en la posibilidad de educar a la ciudadanía.

Los argumentos de Evópoli, en este sentido, son los argumentos de Galston: la defensa de una concepción robusta de la libertad de asociación y el derecho de los cuerpos intermedios de organizarse soberanamente sin excesivo control estatal (aquello de la subsidiariedad no aporta mucho en este sentido). Esto no significa que Evópoli tenga razón en la controversia de la objeción de conciencia institucional o que tengamos que abrazar la versión de Galston para ser “liberales de verdad”. Pero significa, al menos, que sus razones están conectadas a una versión respetable del proyecto liberal. Desde ese punto de vista, Peña se equivoca al quitarles la credencial.

Sostengo lo anterior desde la vereda del “liberalismo de la autonomía”. A diferencia de Fischer, creo que el Estado está legitimado para establecer y hacer cumplir un currículum mínimo que, entre otras cosas, enseñe el consenso científico respecto del origen de la biodiversidad. Como Peña, no creo que ninguna comunidad tenga el derecho de sustraer a sus niños de ciertas áreas del conocimiento para no herir sus sensibilidades religiosas, menos con financiamiento público. Creo que Wisconsin v. Yoder fue erróneamente fallado. Y no sostengo estas creencias porque, como acusa Galston, quiera imponer una suerte de totalitarismo cívico. Las sostengo en el nombre de aquellos derechos individuales que resultan violados cuando la comunidad donde nacimos —pero no elegimos nacer— nos impone sus creencias. Es discutible si acaso la enseñanza del creacionismo importa un daño objetivo a los niños. Pero es indiscutible que afecta su igualdad de oportunidades en la carrera de la vida. Evópoli dice tomarse en serio la igualdad de oportunidades. Pues hay que tomarse en serio las tensiones que se producen entre dicho principio y el “liberalismo de la diversidad”.

Publicada en Revista Capital.

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