¿Está la democracia chilena en peligro?

27 de Febrero 2019 Columnas

How Democractes Die, de los profesores de Harvard Daniel Ziblatt y Steven Levitsky, se convirtió en el libro de moda de la politología para grandes audiencias. Ariel acaba de publicarlo en castellano (Cómo mueren las democracias) y hasta Barack Obama lo recomendó en su lista de libros del 2018. En lo central, los autores plantean que las democracias ya no mueren como antes, a punta de Hawker Hunters o a través de cortes radicales con el antiguo régimen. Las democracias de hoy son gradual pero sistemáticamente socavadas por populistas con desvaríos autoritarios que, sin embargo, conservan la fachada institucional de una democracia liberal. Pasó en Venezuela, pasó en Turquía, pasó en Hungría. Estaría pasando en Estados Unidos. En este sentido, el libro de Ziblatt y Levitsky se une a la nutrida literatura “liberal” que responde al shock que ha significado Donald Trump. En dos ha publicado una docena de libros que hablan de lo mismo. A veces da la sensación de que le ponen color. Pero acá se ponen pruebas sobre la mesa: Trump estaría efectivamente echando a perder el juguete.

Más que una reseña, me interesa explorar posibles aprendizajes para el caso chileno, tomando en cuenta que en la derecha dicen que se nos viene una ultraizquierda populista y que en la izquierda dicen que se nos viene una ultraderecha populista. Basta que uno tenga razón para preocuparse. El libro abre con una lección central: los partidos políticos son los principales custodios de la democracia. De ellos depende abrir o cerrar las compuertas a los autócratas en potencia. Los ascensos al poder de Hitler, Mussolini y Chávez, piensan los autores, son paradigmáticas fallas de gatekeeping: el establishment político los invitó pensando que podía servirse de ellos. Luego fue demasiado tarde. Algo similar habría pasado con Trump, una vez que se le permitió competir en la primaria republicana. Al hacerlo, fue validado. La pregunta morbosa en el escenario nacional es si acaso los partidos de Chile Vamos visarán la participación de José Antonio Kast en las internas de 2021. Voces de Evópoli, por ejemplo, ya han anticipado que no les parece una buena idea.

Pero, ¿no le estaremos poniendo color nosotros? ¿Es José Antonio Kast realmente una amenaza para la democracia liberal? Ziblatt y Levitsky fijan varios criterios como señales de alerta. Por ejemplo, un potencial autócrata busca deslegitimar el sistema y sus instituciones. Trump decía todo el tiempo que le harían trampa y nunca se comprometió a respetar el resultado. Kast dijo que no tenía dudas de que la izquierda podía robarse la última elección presidencial. No recuerdo otro candidato que haya dicho algo similar en el último tiempo. Otro criterio para identificar populistas peligrosos es la sistemática negación de la legitimidad del oponente. Es decir, no es que los adherentes del partido del frente tengan distintas ideas respecto de cómo mejorar la vida de los ciudadanos, como es natural en una sociedad pluralista, sino que se trata de individuos corrompidos hasta la médula. En su carta a Bolsonaro, por ejemplo, Kast sostuvo que la izquierda en la región hacía política “mediante la violencia y la mentira”. Sin embargo, hay otros criterios respecto de los cuales el fundador de Acción Republicana no resulta especialmente problemático. Parece mucho más amenazante el propio Bolsonaro.

La segunda lección de Ziblatt y Levitsky se vincula con lo anterior: la democracia liberal sobrevive no solo porque tenga pesos y contrapesos constitucionalmente afinados, sino porque su práctica fortalece ciertos hábitos de convivencia cívica. Como insiste Michael Ignatieff, el gran biógrafo de Isaiah Berlin, las democracias funcionan cuando los políticos respetan la diferencia entre enemigo y adversario. Mientras a los adversarios se los derrota, a los enemigos se les destruye. Ziblatt y Levitsky reconocen que se trata de un ideal sofisticado y bastante reciente. En medio de un aparente revival schmittiano y la fascinación que despiertan las teorías agonísticas, los valores liberales zozobran. Entre ellos, por un lado, el principio de tolerancia, que consiste en aceptar la legitimidad de posiciones políticas que detestamos, entendiendo además que quizás sean promovidas por personas decentes e igualmente bienintencionadas que nosotros; por el otro, el principio de contención, que sugiere evitar los escalamientos hostiles (incluido el lenguaje) y abstenerse de utilizar el arsenal que permite la legislación cada vez que se pueda herir al oponente. La política, en la versión liberal, no es una guerra. Hay que pensar la democracia, dicen los autores, como si fuera un juego que queremos jugar indefinidamente. Para asegurarnos de aquello, no hay que salir a pegarle tan duro al otro equipo hasta el punto de dejarlo incapacitado o que sencillamente no quiera jugar más con nosotros. Aunque en la democracia se juega a ganar, no es un todo-vale.

Aquí, las alarmas también se prenden en la izquierda. Recuerdo el tuit del diputado comunista Hugo Gutiérrez juramentándose para que la derecha no vuelva nunca más al poder. Si bien ha sido un gran aporte a la discusión parlamentaria, a veces cuesta encontrar pasajes en los cuales su compañera Carmen Hertz no se refiera a sus pares de derecha como unos cretinos. El Frente Amplio tampoco ha ejercido mucha contención en el uso de sus herramientas constitucionales a la hora de antagonizar al gobierno. Para qué hablar del calcetinerismo que han exhibido por los asesinos confesos de un senador en democracia.

Paradójicamente, Ziblatt y Levitsky concluyen ejemplificando con el caso Chile durante los noventa. Subrayan que la Concertación, probablemente la coalición más exitosa de nuestra historia en términos de paz social, estabilidad política y prosperidad económica, sobre un acuerdo entre dos mundos que habían estado profundamente divididos previo al golpe. El abrazo de Carmen Frei con Isabel Allende simboliza esa admirable capacidad de entendimiento, que no es romántica, pero vaya que requiere esfuerzo. Esa capacidad que se perdió en tiempos en los cuales gobernaron sus padres, cuando casi todos los proyectos políticos apostaron al todo o nada. Esa democracia se perdió de un bombazo. Muchas de las actuales, en cambio, degeneran en autoritarismo por la erosión lenta pero perceptible de su convivencia cívica.

Publicada en Revista Capital.

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