El(la) jefe(a) de gabinete

13 de Agosto 2018 Columnas

A propósito del reciente cambio de gabinete, lejos de las evaluaciones, explicaciones o conspiraciones que muchos expresan por vía de comentarios, entrevistas o columnas, resultó interesante para enterarnos de que una de las autoridades salientes tuvo en los cinco meses del ejercicio de su cargo cuatro jefes de gabinete, todos profesionales y que han recibido remuneraciones importantes por el ejercicio de sus funciones.

La noticia, que salvo las tesis y especulaciones que muchos levantarán para explicar las dificultades de la autoridad o la complejidad de la cartera que dirigía, puede servir para formular como reflexión pública algo que debiésemos mirar con sumo cuidado y que se refiere a relevar al escrutinio ciudadano acerca de la existencia y pertinencia de los jefes de gabinete, preguntándonos quiénes son, para qué están, cuándo deben estar y si corresponde que estén.

Como nuestra literatura jurídica administrativa nacional no tiene mucho de donde asirse, podemos acudir a la tradicional Real Academia de la Lengua, cuyo diccionario en una de las acepciones nos señala que “Gabinete es la oficina de un organismo encargada de atender determinados asuntos. Gabinete particular del ministro. Gabinete de Prensa”. A su turno, el otro diccionario, el de internet, que todos usan, incluso para legislar, nos dice que “el jefe de gabinete es un cargo que ocupan ciertas personas de confianza de las autoridades, que tiene como fin reunir toda la información necesaria para el desempeño de la autoridad. Entre sus funciones está recaudar información a los encargados de comunicaciones, recibir las visitas, configurar las pautas y agendas. En el servicio público, estos realizan operaciones de índole política y se encargan de resolver conflictos que estiman de baja importancia para sus superiores. Su rol es de extrema confianza de la autoridad principal. Debe manejar todos los antecedentes para trabajarlos con las áreas que determine la jerarquía (otros organismos, equipo de desarrollo, equipo de comunicaciones, etc.). Su permanencia en la repartición está supeditada a la permanencia de la autoridad que lo nombró en esas funciones”.

De lo señalado podemos aventurar que una definición razonada apunta a concebir que esta función, colaborativa de una autoridad, requiere al menos que quienes pueden necesitar de este rol sean autoridades, es decir, dispongan de mando y resuelvan asuntos superiores de una organización, lo que admite al menos que quienes resultan atribuidos con potestad, mando y dirección superior de alguna organización compleja pueden acudir a un servidor leal (término que se vincula con la confianza personal) que coordine con el resto del Estado las funciones de su jefe y exprese las definiciones jerárquicas de tal autoridad en la vía interna de la organización a efectos de que la voluntad de este superior permee e impregne la porosidad de acatamiento de todos en el respectivo servicio. Por lo dicho, solo algunas autoridades pueden razonable y legalmente disponer de este arbitrio colaborativo.

Esta excepcionalidad es también evidente cuando se examinan las plantas de los servicios, que muy raramente establecen este cargo en sus respectivas leyes. De ahí que muchos de estos servidores reciben el ejercicio de esta función mediante encargos especiales sirviendo en calidad de contratas, y asignándoseles normalmente remuneraciones excesivas y plenas de asignaciones críticas que terminan multiplicando aquellas. Solo en la Ley del Lobby se reconoce la existencia de estos como sujetos pasivos de la misma, sin que dicho cuerpo aventure una definición de tal posición. En otros países, como Argentina, desde 1994, existe incluso a nivel constitucional la jefatura de gabinete de ministros, como un cargo ministerial de la República Argentina, y es desempeñado por un jefe de gabinete.

Pero admitiendo que dicha función es explicable por las razones consignadas, lo que carece de racionalidad es la expansión indiscriminada de tal actividad que, al final, se ha terminado usando para destacar el pelaje administrativo de cualquiera que detente alguna jerarquía, incluso mínima, en las organizaciones. Así, hay jefes de gabinete -con independencia del género de la autoridad- de directores nacionales, de jefes de división, directores regionales de servicios nacionales, seremis, gobernadores, alcaldes, directores de obras, directores de tránsito, intendentes, gobernadores regionales, rectores y decanos de universidades estatales, superintendentes, etc. A lo que se agrega, como es evidente, un conjunto extraordinario de granjerías para aquellos, que al menos parten con el celular pagado por la entidad, hasta que en casos más temerarios y huyendo de la Contraloría, terminan usando vehículo fiscal, a diestra y siniestra, con el consiguiente gasto fiscal que ello asocia.

Si fuera una actividad tan indispensable, puede ser necesario preguntarse por qué esta práctica es exclusiva y costosamente estatal y no ha permeado ni siquiera en las universidades privadas. Ninguna empresa, hasta donde tengo conocimiento, tiene jefe de gabinete del gerente o de quien preside el directorio, puesto que las labores de coordinación, interna o externa, difusión interna e interrelaciones son asumidas personalmente por quien ejerce la jefatura o, en su caso, por administrativos (secretarias o secretarios) empoderados y eficientes que resguardan el cuidado de los recursos de quienes son individual o colectivamente dueños.

No será esa la razón que explica la ausencia de esta función en el modelo de las empresas; en ellas -normalmente- se cuidan los recursos del o los dueños, mientras que, en la vereda estatal, los recursos a fin de cuentas son de todos o, en la realidad, quizás no son de nadie.

Publicada en El Mercurio

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