El horror de la guerra

27 de Febrero 2022 Columnas

Le advierto, esta no será una columna agradable de leer. La escribí a propósito de la invasión de Rusia a Ucrania, pero trata sobre la guerra en general. En términos de violencia, lo que está sucediendo en este país no es muy distinto a lo que ocurrió con la invasión de Estados Unidos a Vietnam, Alemania a Polonia, Japón a China, Gran Bretaña a África, España a América, aztecas a otros pueblos. Aquellos que nos hemos dedicado al estudio de los conflictos, sabemos que, más allá de las historias épicas de héroes y batallas, se esconde la cara más horrible de la naturaleza humana, aquella que, después de conocerla, de manera ingenua queremos ocultar o imaginar que nunca más va a volver.

En esta línea, uno de los mejores retratos del drama que se esconde detrás de cada enfrentamiento bélico lo ofrece la escritora ucraniana Svetlana Alexiévich, autora, entre obras, de “Los Muchachos del Zinc”, que trata sobre la invasión y ocupación de Afganistán por parte de la Unión Soviética durante diez años (1979-1989).

En este trabajo, Alexiévich recoge los testimonios de los soldados, enfermeras, prostitutas, operadores y madres a quienes, de una u otra forma, les tocó sufrir esta guerra que se caracterizó por el arribo de los ataúdes de zinc en los que trasladaban los cadáveres de los soldados caídos en el frente de batalla.

El libro comienza con el relato de la madre de un soldado que, luego de regresar a Afganistán, había tomado un cuchillo de su cocina para matar a otro hombre. Sin decirle nada, el hijo volvió a la casa, lavó el cuchillo y ella lo siguió utilizando hasta que se enteró por las noticias de lo ocurrido. En su testimonio, dijo al juez: “Envidio a esa madre que tiene un hijo que volvió sin piernas… Qué importa que la odie cuando se emborracha. Que odie al mundo entero… Qué importa que arremeta contra ella como un animal. La madre le paga a prostitutas para que no se vuelva loco… Una vez ella misma le hizo el amor porque su hijo pretendía lanzarse desde un décimo piso. Cualquier cosa me parece mejor… Envidio a todas las madres, incluso a las que enterraron a sus hijos. Me sentaría al lado de su tumba y estaría feliz. Le llevaría flores”.

Luego de este “obus” con que comienza el trabajo, los dramáticos testimonios se suceden sin dar paz al lector:

–        “Caen prisioneros. Les cortan los miembros y luego los ponen torniquetes para que no mueran desangrados. Y así los dejan (…) Ellos buscan la muerte, pero los curan contra su voluntad. Y después del hospital no quieren volver a casa”.

–        “En una guerra todo es distinto: tu ser, tu naturaleza, tus pensamientos. Aquí he comprendido que el pensamiento humano puede llegar a ser muy cruel”.

–        “He disparado a quemarropa y he visto como un cráneo humano se hacía pedazos. Y pensé: “Es el primero”. Después del combate sólo quedan muertos y heridos”.

–        “Te haces amigo de un buen tipo y poco después ves sus entrañas esparcidas por las rocas, entonces empiezas a vengar su muerte”.

–        “Yo no estaba preparado para disparar al hombre, todavía formaba parte de la vida de paz…Yo venía de la paz…Para experimentar el horror tienes que recordarlo, que acostumbrarte a él. En unas dos o tres semanas no queda ni rastro de tu personalidad anterior, solo tu nombre”.

La crudeza de los relatos descritos por Alexiévich choca con esa soberbia de la sociedad occidental de creer que posee un nivel de desarrollo espiritual y moral superior a sus antecesores. A mi juicio, el gran peligro ha sido que, durante más de cincuenta años, hemos pensado en la guerra como algo lejano, casi imposible, porque olvidamos estos testimonios y los planes de educación fuerzan para que se obvie el estudio de la guerra.

Las guerras, nos gusten o no, son parte de nuestra historia y la única forma de combatirlas es enseñando todo lo que esta implica. Finalmente, volviendo al libro de Svetlana Alexiévich, cierro con la cita de Dostoievski: “Una bestia jamás podrá ser tan cruel como lo es el hombre, tan artística y estéticamente cruel”.

Pubicada en El Mercurio de Valparaíso.

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