- PhD Economía Política, Institute d´Etudes Politiques de Paris (ScPo).
- Ingeniero Comercial de la Universidad Católica de Chile.
Ex Ministro de Hacienda
Ex Ministro de Hacienda
La educación escolar y preescolar no sólo debiera importarnos, sino ser una primerísima prioridad. Es una palanca fundamental de justicia social e igualdad de oportunidades para construir proyectos vitales autónomos, así como para formar valores cívicos. Y sin una buena educación no hay desarrollo ni crecimiento económico robusto. Sin embargo, más allá del discurso, hoy pareciera que esto importara poco. Hablamos de todo menos de poner a los niños y sus aprendizajes al centro. No tenemos una épica, ni un gran proyecto país que haga de la educación preescolar y escolar una prioridad de largo plazo que rebase a los gobiernos de turno. Urge revertir esto.
Pensemos en el debate actual, si acaso podemos llamarlo así. Si ayer el foco fue la gratuidad universitaria, hoy es la condonación del CAE. Ello en vez priorizar esos cuantiosos recursos en nivelar la cancha en las primeras etapas formativas que es dónde se generan las brechas que no se cierran más. Frente al terremoto educacional post Covid por el cierre de escuelas, seguimos sin un plan, ni recursos a la altura de la catástrofe. Y, en lo económico, cuando por fin hablamos de una agenda pro crecimiento, la educación no figura. Vuelve la pregunta ¿De verdad nos importa?
Mientras tanto, el Colegio de Profesores, que se opuso a la apertura en pandemia, llamó a un paro indefinido, conculcando el derecho social a la educación de millones, particularmente de los más vulnerables. Y, en salas cuna y jardines infantiles, la red estatal Integra viene de finalizar tres semanas de paro. Nada de esto parece escandalizarnos. La misma indolencia que hemos tenido por años normalizando las tomas de escuela o la debacle de liceos emblemáticos, palanca de diversificación de las elites desde la educación pública.
Es cierto que Chile tiene los mejores indicadores educacionales de la región. Sin embargo, eso no debiera conformarnos si realmente queremos aspirar al desarrollo y a una sociedad más inclusiva. Los datos son elocuentes.
De acuerdo a la última prueba Simce, menos de 1 de cada 5 estudiantes de segundo medio tienen competencias adecuadas en matemáticas o lectura. Y en la medición internacional PISA (2018), más de la mitad de nuestros alumnos están por debajo de las competencias mínimas en matemáticas, 2,5 veces el promedio Ocde. Tanto en Simce como en PISA, los resultados están significativamente correlacionados con el nivel socioeconómico: para muchos, la igualdad de oportunidades con independencia de la cuna es una quimera. A nivel adulto, 2 de cada 3 trabajadores chilenos no poseen el nivel básico en competencias lectoras y numéricas (prueba PIAAC, Ocde). A su vez, las competencias de un chileno con educación superior no son muy distintas de las de un adulto de la Ocde con educación escolar. La educación superior pareciera corregir lo que la escuela no hizo, aunque a un costo mucho mayor. ¿Alguien dijo prioridades?
La realidad se ve agravada por el terremoto educacional post Covid. En los dos años de pandemia, Chile cerró sus escuelas 259 semanas, con una pérdida de aprendizajes que puede estimarse en 1 año lectivo. Sin embargo, el daño fue tres veces mayor en las escuelas municipales que en los colegios particulares pagados (¿Hablemos de desigualdad?). En una columna anterior presenté estimaciones del costo de no recuperar estos aprendizajes. Un año no recuperado significa en promedio un 8% de menores ingresos laborales futuros para las cohortes afectadas, un 0,2% de menor crecimiento económico anual y unos US$400.000 millones de menor PIB de aquí a 2070 (en valor presente).
No hay duda: abordar el terremoto educacional con máxima prioridad y recursos se justifica con creces desde la perspectiva económica. Lo mismo que una política que invierta en calidad escolar. Ahí nos jugamos buena parte del desarrollo futuro. La literatura es clara en mostrar el significativo impacto positivo de la calidad sobre el crecimiento. Siguiendo a Hanushek y Woessmann (2015), un aumento de 25 puntos en nuestro puntaje PISA (desde 435 a 460 puntos), llevándolo al nivel de un país como Turquía, conllevaría un mayor crecimiento anual del PIB de 0,5%. Y si ningún estudiante estuviera por debajo del nivel mínimo, el crecimiento ganaría 0,7% anual.
Cada año, cuando aparecen los resultados del Simce, nos conmovemos por unos días. Luego, el tema desaparece. ¿Cuándo seremos capaces de que la preocupación sea permanente? ¿De tener una mirada país que rebase a gobiernos de cortos 4 años, con metas claras y ambiciosas de aprendizaje? ¿Será mucho aspirar a que, de aquí a 20 años, ningún niño de Chile esté por debajo de las competencias mínimas? Avanzar hacia allá no es nada fácil. Pero, para siquiera tener la opción, lo primero es que la educación realmente nos importe.
Publicada en La Tercera.
La educación escolar y preescolar no sólo debiera importarnos, sino ser una primerísima prioridad. Es una palanca fundamental de justicia social e igualdad de oportunidades para construir proyectos vitales autónomos, así como para formar valores cívicos. Y sin una buena educación no hay desarrollo ni crecimiento económico robusto. Sin embargo, más allá del discurso, hoy pareciera que esto importara poco. Hablamos de todo menos de poner a los niños y sus aprendizajes al centro. No tenemos una épica, ni un gran proyecto país que haga de la educación preescolar y escolar una prioridad de largo plazo que rebase a los gobiernos de turno. Urge revertir esto.
Pensemos en el debate actual, si acaso podemos llamarlo así. Si ayer el foco fue la gratuidad universitaria, hoy es la condonación del CAE. Ello en vez priorizar esos cuantiosos recursos en nivelar la cancha en las primeras etapas formativas que es dónde se generan las brechas que no se cierran más. Frente al terremoto educacional post Covid por el cierre de escuelas, seguimos sin un plan, ni recursos a la altura de la catástrofe. Y, en lo económico, cuando por fin hablamos de una agenda pro crecimiento, la educación no figura. Vuelve la pregunta ¿De verdad nos importa?
Mientras tanto, el Colegio de Profesores, que se opuso a la apertura en pandemia, llamó a un paro indefinido, conculcando el derecho social a la educación de millones, particularmente de los más vulnerables. Y, en salas cuna y jardines infantiles, la red estatal Integra viene de finalizar tres semanas de paro. Nada de esto parece escandalizarnos. La misma indolencia que hemos tenido por años normalizando las tomas de escuela o la debacle de liceos emblemáticos, palanca de diversificación de las elites desde la educación pública.
Es cierto que Chile tiene los mejores indicadores educacionales de la región. Sin embargo, eso no debiera conformarnos si realmente queremos aspirar al desarrollo y a una sociedad más inclusiva. Los datos son elocuentes.
De acuerdo a la última prueba Simce, menos de 1 de cada 5 estudiantes de segundo medio tienen competencias adecuadas en matemáticas o lectura. Y en la medición internacional PISA (2018), más de la mitad de nuestros alumnos están por debajo de las competencias mínimas en matemáticas, 2,5 veces el promedio Ocde. Tanto en Simce como en PISA, los resultados están significativamente correlacionados con el nivel socioeconómico: para muchos, la igualdad de oportunidades con independencia de la cuna es una quimera. A nivel adulto, 2 de cada 3 trabajadores chilenos no poseen el nivel básico en competencias lectoras y numéricas (prueba PIAAC, Ocde). A su vez, las competencias de un chileno con educación superior no son muy distintas de las de un adulto de la Ocde con educación escolar. La educación superior pareciera corregir lo que la escuela no hizo, aunque a un costo mucho mayor. ¿Alguien dijo prioridades?
La realidad se ve agravada por el terremoto educacional post Covid. En los dos años de pandemia, Chile cerró sus escuelas 259 semanas, con una pérdida de aprendizajes que puede estimarse en 1 año lectivo. Sin embargo, el daño fue tres veces mayor en las escuelas municipales que en los colegios particulares pagados (¿Hablemos de desigualdad?). En una columna anterior presenté estimaciones del costo de no recuperar estos aprendizajes. Un año no recuperado significa en promedio un 8% de menores ingresos laborales futuros para las cohortes afectadas, un 0,2% de menor crecimiento económico anual y unos US$400.000 millones de menor PIB de aquí a 2070 (en valor presente).
No hay duda: abordar el terremoto educacional con máxima prioridad y recursos se justifica con creces desde la perspectiva económica. Lo mismo que una política que invierta en calidad escolar. Ahí nos jugamos buena parte del desarrollo futuro. La literatura es clara en mostrar el significativo impacto positivo de la calidad sobre el crecimiento. Siguiendo a Hanushek y Woessmann (2015), un aumento de 25 puntos en nuestro puntaje PISA (desde 435 a 460 puntos), llevándolo al nivel de un país como Turquía, conllevaría un mayor crecimiento anual del PIB de 0,5%. Y si ningún estudiante estuviera por debajo del nivel mínimo, el crecimiento ganaría 0,7% anual.
Cada año, cuando aparecen los resultados del Simce, nos conmovemos por unos días. Luego, el tema desaparece. ¿Cuándo seremos capaces de que la preocupación sea permanente? ¿De tener una mirada país que rebase a gobiernos de cortos 4 años, con metas claras y ambiciosas de aprendizaje? ¿Será mucho aspirar a que, de aquí a 20 años, ningún niño de Chile esté por debajo de las competencias mínimas? Avanzar hacia allá no es nada fácil. Pero, para siquiera tener la opción, lo primero es que la educación realmente nos importe.
Publicada en La Tercera.