Déjà vu valórico

20 de Marzo 2022 Columnas

Hay temas sobre los cuales no escribo, porque me parecen muy personales e íntimos. Sin embargo, hay ocasiones en que el debate público se concentra en estas temáticas y obligan a la reflexión.

Uno de estos es la interrupción voluntaria del embarazo, que esta semana causó revuelo luego de que la Convención Constituyente aprobara el articulado que reza: “Es deber del Estado de asegurar las condiciones para un embarazo o la interrupción voluntaria de este” y que “todas las personas son titulares de derechos sexuales y derechos reproductivos. Estos comprenden entre otros, el derecho a decidir de forma libre, autónoma e informada sobre el propio cuerpo, sobre el ejercicio de la sexualidad, la reproducción y el placer”.

La normativa ha causado lo que se esperaba: un extenso debate. El problema es que este ha estado lleno de desinformación y posturas ideológicas, con poca información concreta.

Esta discusión es una especie de déjà vu. Como que el reloj se devolvió a 2004 y, si bien la materia de ley cambia, los argumentos son los mismos. Me refiero a la aprobación de la ley que estableció el divorcio. Una normativa que era en extremo necesaria para hacerse cargo de una realidad que existía y que se escondía bajo la alfombra de la llamada nulidad. Es decir, a partir de mentiras en las que participaban los cónyuges y el Estado, un matrimonio que podía llevar ya veinte, treinta o más años juntos y tener diversa cantidad de hijos, simplemente jamás había existido.

Aun cuando son temas absolutamente distintos y no se puede comparar el divorcio con la vida, ambas son decisiones dolorosas, que marcan la existencia de sus protagonistas para siempre y en las cuales, las mujeres han quedado en desventaja. En el primer caso, económica y patrimonialmente; en el segundo, respecto de su vida y salud.

Pero en el divorcio el debate también fue álgido. No faltaron los parlamentarios que advirtieron que la familia se iba a acabar en Chile. De hecho, el entonces diputado de la UCC, Alejandro García-Huidobro, argumentó en base a las palabras de Juan Pablo II: ‘No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio que destroza la familia'”. Hubo quienes advirtieron que “todo el mundo” se iba a divorciar.

Con el paso de los años, los datos demostraron que aquello era mito. De acuerdo al Instituto Nacional de Estadísticas (INE) y el Registro Civil –según consignó un reportaje-, entre 2000 y 2004, las nulidades crecieron 4% y tenían un promedio de 6.896 casos por año. En cambio, durante el primer año con la nueva ley que permitía los divorcios, hubo apenas 1.191.

A 15 años de la aprobación del divorcio en Chile, el mismo reportaje consigna que los matrimonios no cayeron, sino que aumentaron. Y que los divorcios se estabilizaron e incluso han tenido un descenso constante entre 2012 y 2015 (época en que se publicó esta información).

Hoy, la discusión gira en torno a los mismos argumentos: que esto dará pie para que todas las mujeres aborten; que como la convención no establece plazos, estos permitirán la interrupción del embarazo incluso en su término; que, al establecer el tema en la Constitución, se cancela cualquier posibilidad de debate democrático, o que se tratará de un texto que no respetará la vida como derecho fundamental.

Es cierto que es debatible si una norma de esta naturaleza debe o no estar establecida constitucionalmente y a qué nivel de detalle. Pero también es claro que hay una situación compleja que debe ser sincerada por el Estado.

Además, al igual como lo fue en el caso del divorcio, esta normativa deberá ser aterrizada por el legislador, para finalmente regular una realidad que hoy existe en Chile, ilegalmente, y que pone en riesgo a cientos de mujeres. Y esto no es opinión, es dato duro: según la Organización Mundial de la Salud, con cifras de 2021, seis de cada diez embarazos no deseados se interrumpen voluntariamente en el mundo, cerca del 45% de los abortos se realizan en condiciones peligrosas y el 97% de estos se producen en países en desarrollo. Además, el aborto peligroso es una de las principales causas de mortalidad materna.

Se trata de un tema moral y en el que nadie es dueño de la verdad, por lo que no se puede atentar contra el libre albedrío de cada uno. Efectivamente, la norma debe respetar el derecho humano a la vida, pero también a decidir, de acuerdo a los propios cánones valóricos. Lo que no puede seguir sucediendo es que ante una situación real y que es, literalmente, de vida o muerte, el Estado –como lo era con la nulidad- cierre los ojos y haga como que no existe. En definitiva, la norma no obligará a nadie a abortar –así como la ley de divorcio no forzó a nadie a separarse-, sino que protegerá a quienes por distintas –y dolorosas- razones deciden hacerlo.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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