¿Deja Sebastián Piñera un legado en la derecha?

8 de Febrero 2024 Columnas

La muerte, como ya lo describe Tucídides, es un momento de reflexión respecto de la vida de colectivos y personalidades. El historiador griego emplea el discurso fúnebre de Pericles para analizar la realidad de las instituciones atenienses y la sociedad de ese momento. Esto se agudiza cuando las muertes son violentas, trágicas e inesperadas. Normalmente, y al menos por un tiempo, quien la padece se verá envuelto en un halo de grandeza, una especie de absolución de sus faltas, que dificultan percibir, en ese instante, su verdadera dimensión.

Sebastián Piñera fue una figura central de la política chilena en las últimas décadas, y, sin duda, históricamente una de las más relevantes que ha producido la derecha, el sector al cual representó durante dos períodos presidenciales (2010-2014 y 2018-2022). ¿Pero cuál es realmente su significado e importancia?

La derecha chilena contemporánea se ha articulado en torno a cinco grandes líderes que ejercieron una influencia política dominante en los últimos 84 años: Jorge Alessandri, Sergio Onofre Jarpa, Jaime Guzmán, Augusto Pinochet y Sebastián Piñera. Si bien han existido otros nombres relevantes —como los de Andrés Allamand, Francisco Bulnes o Pablo Longueira—, estimo que ninguno de ellos alcanza la trascendencia histórica de los cinco mencionados [1].

Jorge Alessandri (1896-1986) encarnaba el espíritu portaliano tan pregonado por la tradición conservadora chilena. Hombre adusto y sobrio, irradiaba una austeridad calvinista propia del siglo XVII. No destacaba por sus dotes como estadista, pero supo representar un conjunto de virtudes cívicas, autoridad y respeto por las instituciones que calaron hondo en importantes sectores de la derecha. Su gobierno trató de implementar la llamada «revolución de los gerentes», la cual, más allá de su fracaso, muestra un primer intento de la derecha por oponerse al modelo desarrollista que provenía de la gestión de los gobiernos radicales. Marca, así, el inicio en ese sector político en la narración de la necesidad de una modernización que disminuya la intervención del Estado en la economía y una administración técnica de este, para detener lo que se percibía como un estancamiento decadente, económico y social.

Por su parte, al asumir el liderazgo del Partido Nacional [2], en 1968, Sergio Onofre Jarpa (1921-2020) —que al interior de esa colectividad representaba a los sectores nacionalistas, en contraposición a conservadores y liberales— imprimió un sello personal en la articulación de la derecha como fuerza de oposición al gobierno de Salvador Allende. Sus propuestas desde antes de la UP se articularon en torno a confrontar la idea de que la derecha es retrógrada y la izquierda, progresista; por el contrario, mostraba a esta última como representante de una destrucción de la tradición portaliana, que atentaba contra la identidad nacional por su carácter americanista, y atrasaba al país producto de su estatismo [JARPA 1968, pp. 87-102]. Para revertir lo que se juzgaba como la decadencia nacional, se requería, entonces, de una autoridad fuerte, capaz de someter a los partidos políticos y controlar demandas de los sectores populares, que eran interpretadas como un atentado al orden social. Más adelante, ya en dictadura y como ministro del Interior, Jarpa iba a iniciar la reorganización partidista de la derecha política [3]. Incluso en plena transición a la democracia, y según testimonio del propio Patricio Aylwin, Jarpa fue una pieza clave para negociar con la derecha durante su gobierno.

En tanto, Jaime Guzmán (1946-1991), quien fundó el «movimiento gremial» en el contexto de las pugnas por la reforma universitaria [ver su “Declaración de principios”, de 1967], fue el principal ideólogo tras el andamiaje institucional de la dictadura. Gracias a su talento para la política contingente, gestó un partido que hasta hoy desempeña un rol protagónico. Sin ser nada parecido a un intelectual, buscó estructurar una derecha con un ideario claro. Admirador de Franco, y de simpatías católicas tradicionalistas (fue miembro de Fiducia), el credo de Guzmán se estructuró desde un eje fuertemente antiliberal, desconfiado de la democracia, a favor de un corporativismo antiestatal y dominado por un anticomunismo casi religioso, todo lo cual luego se combinará con la aceptación de un capitalismo al estilo Chicago [CRISTI 2000].

Pero ninguno de los anteriores alcanzó entre las filas derechistas la talla adquirida por Augusto Pinochet (1915-2006). Hábil, astuto, deshonesto y criminal, el líder castrense del Golpe de Estado ejerció sobre sus simpatizantes un magnetismo sin parangón. El pinochetismo logró sepultar cualquier vestigio de alessandrismo en la derecha, asfixió a las tradiciones conservadoras y liberales, y la figura de su líder pasó a encarnar el verdadero ADN de este sector político.

Mientras Jarpa fue central tanto para la organización partidista de la derecha bajo el mando de la Junta Militar como durante la transición democrática, Guzmán dotó de contenido institucional su régimen, y buscó en la UDI la proyección de su obra (de hecho, su poder e influencia solo son comprensibles a partir del papel desempeñado en dictadura). Pero, en comparación, Pinochet adquirió en el país otro carácter, mucho más determinante; el de un caudillo redentor capaz de materializar los anhelos de revertir el camino iniciado por Chile en la década del 30, de salvataje de la identidad nacional, de combate contra la izquierda y «el enemigo marxista», ejecutor de una modernización económica y social sin precedentes. De tal modo su figura obnubilará a la derecha y opacará cualquier posible liderazgo alternativo, que autoproclamados piadosos católicos no mostraron preocupación alguna por la integridad física de miles de compatriotas.

En ese sentido, Guzmán y Jarpa son inseparables del período de crisis de la democracia, su posterior pérdida y reemplazo por una dictadura, y la reorganización de la derecha en la etapa de recuperación de esa democracia, aunque siempre con una mirada y narración hacia ese pasado dictatorial.

La historia del ascenso de Sebastián Piñera (1949-2023) es diferente. Proveniente de una matriz democratacristiana —eso explica su participación en el “Caupolicanazo” contra la Constitución de 1980—, llegó a la derecha al percatarse de que sus aspiraciones políticas en la DC no serían fáciles de concretar. A esto se suma una mayor sintonía con las reformas económicas emprendidas por el régimen militar y la oportunidad que representaba la existencia en Renovación Nacional de un grupo de jóvenes (Andrés Allamand, Evelyn Matthei y otros) que, si bien —al contrario suyo— habían estado por el Sí en el plebiscito de 1988, no mostraban vínculos directos con la dictadura y buscaban una modernización democrática de la derecha. Poseían, en suma, una independencia crítica respecto del pinochetismo. Piñera supo capitalizar en su propio beneficio la existencia de ese grupo. La historia de sus desencuentros y reencuentros es bien conocida.

La trayectoria política de Sebastián Piñera estuvo marcada por una temprana y consistente crítica a las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura militar. Esa postura, que mantuvo aún después de haberse consolidado en la centroderecha, lo convirtió por años en uno de los personajes más detestados por los sectores pinochetistas. Su perseverancia y una voluntad de poder a toda prueba, sumado a una sólida independencia económica que le daba libertad política, lo dotaron de la resiliencia necesaria para resistir fuertes embates dentro de su propio sector. Así, aprovechando el ocaso de Pinochet, logró finalmente someter a los grupos más recalcitrantes de la UDI y RN, llevando a la derecha al poder de forma democrática tras veinte años en la oposición.

Su primer gobierno (2010-2014) estuvo marcado por la tensión entre quienes buscaban refundar una nueva derecha democrática y moderna, los sectores que nunca abandonaron del todo la nostalgia pinochetista, y una impronta tecnocrática que le dio estabilidad. En ese período introdujo una reforma constitucional para dotar al sistema político de mayor proporcionalidad y representatividad. A la vez, acuñaría la famosa frase sobre los «cómplices pasivos» para referirse a quienes, siendo civiles, no hicieron nada frente a las sistemáticas violaciones a los derechos humanos en dictadura. Ese concepto desataría un debate sobre responsabilidades morales que aún persiste. En su conjunto, el simbolismo y la gestión de ese primer gobierno constituyeron la antítesis del régimen pinochetista.

A lo largo de sus dos presidencias, Piñera impulsó avances significativos en derechos para minorías sexuales: la Ley Zamudio, la de identidad de género y la ley de matrimonio igualitario. En cierta forma, en Piñera se encuentran ciertos paralelos con la figura del ex presidente de Francia (1974-1981) Valery Giscard D’Estaing, quien intentó modernizar la derecha francesa, estableciendo reformas electorales, amplió las facultades para divorciarse y legalizó el aborto. Quiso administrar el Estado francés de la forma más técnica posible, pero carecía de las capacidades de empatizar con las sensibilidades de la población. Una diferencia evidente, es que mientras Giscard fue un hombre de origen aristocrática y oficiaba de tal, que buscaba proyectar la imagen de un verdadero monarca, Piñera fue un multimillonario que nunca perdió un cierto aire de pelusa, con un humor propio de las historietas de Condorito, que si bien carecía de la habilidad para conectar vía emociones, podía generar la sensación en los electores de que su éxito personal era transmisible al resto de la sociedad por medio de su gestión política. Lo suyo fue el pragmatismo, la promesa de modernidad y desarrollo económico, envuelto en una sincera convicción democrática. Fue una ruptura con el tradicional relato sollozo de la derecha sobre la «decadencia sistémica de la sociedad». Lo suyo era el optimismo: los tiempos mejores.

Tras su súbita muerte, cabe preguntarse si su impronta democrática y condena histórica a los crímenes de lesa humanidad bastarán para contrarrestar la reemergencia de grupos abiertamente pinochetistas, como lo es hoy el Partido Republicano bajo el liderazgo de José Antonio Kast. ¿Logrará germinar en la derecha chilena un piñerismo con peso propio? La misma derecha que en el juego de las emociones hoy lo llora, es la que en momentos del pasado fue su enemiga. Aquella que hoy canta sus virtudes democráticas y su consistencia en defender los derechos humanos, es la que, hace nada, no tenía problema en abrazar el proyecto de Kast. Es la misma derecha que lo dejó solo en la firma de la carta de compromiso por la democracia a raíz de los 50 años del Golpe.

La figura de Piñera, es de las más relevantes en la historia política reciente, y en particular de la derecha. Los llantos, pucheros, actitudes de congoja pasarán; y nada garantiza que después de ellos quede impreso en la derecha algo así como un piñerismo valórico frente a la democracia, minorías sexuales o los derechos humanos. Es posible recurrir a otro ejemplo francés. Pocos políticos de esa nación han recibido el reconocimiento del que fue objeto Jacques Chirac al fallecer. Pero, ¿qué queda de su herencia en la derecha francesa a cinco años de su funeral? Nada.

Piñera es un personaje, como todos, con claros y oscuros: inteligente y gran hacedor, con falta de empatía comunicacional, con problemas para encajar en la lógica de la política; más bien supo imponerse a ella, que insertarse en ella.

La vida prepara paradojas no siempre buscadas ni gratas. Piñera tuvo el acierto, el 2019 , de buscar su salida a la crisis del momento vía acuerdo político, lo cual salvó la estabilidad democrática. Pero es imposible obviar el oscuro capítulo sobre violaciones a los derechos humanos bajo su segundo mandato, con cientos de manifestantes que perdieron la visión por disparos de fuerzas policiales durante el estallido social. A diferencia de la dictadura, no existió una intencionalidad criminal de por medio. No obstante, la negligencia política es indesmentible. Al igual que los altos ejecutivos de una empresa deben responder por negligencia cuando ocurren delitos, incluso si no participan en ellas directamente, en política la máxima autoridad no puede eximirse de su responsabilidad. Respecto de aquello, la derecha en general —y los seguidores de Piñera, en particular— cometería un error si se atrincheran en el negacionismo y la defensa.

En la pugna, Matthei-Kast se juega, en parte, hasta dónde alguna de las características democráticas de Piñera tendrá o no proyección en su sector. Una victoria de Kast lo es de la tradición que simboliza Jaime Guzmán. De ser así, sería un caso más, nada raro en la vida política y en general, en que un conjunto de lágrimas habrán sido una golondrina que no llegó a iniciar el verano.

Publicado en Ciper.

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