¿Cuándo (y por qué) se jodió el Estado social?

9 de Diciembre 2023 Columnas

La tosquedad del título (parafraseado de Zavalita y a la zaga del viejo Hegel: en la historia no solo emerge la astucia de la razón, sino que también se acumulan los desastres, como en un altar del sacrificio) bien se compensaría si el mismo sirviera para señalar la desarticulación del Estado social en el proyecto de nueva Constitución chilena que se plebiscitará el 17 de diciembre de 2023.

Tras el fracasado proyecto de la Convención anterior, el proyecto actual debía elaborarse sobre algunas bases, una de ellas la del Estado social, genuina novedad en la tradición constitucional chilena en cuanto punto de partida para políticas, normas e instituciones que le fueran dando cuerpo. Sin embargo, tal cláusula solo llegó hasta el anteproyecto de la Comisión Experta, para después naufragar en la propuesta acordada por la mayoría del Consejo Constitucional. Pero, si nos preguntamos no cuándo, sino por qué se jodió el principio de Estado social (y la garantía de derechos sociales), son imprescindibles algunas consideraciones adicionales.

Ante todo, diríamos, porque este proyecto exhibe una inequívoca aprensión frente a la posibilidad (inexistente en la discusión comparada) de que un Estado social pudiera devenir no ogro filantrópico, sino leviatán socialista o planificador central. Por una parte, a lo largo y ancho del artículo 16 se consagran derechos sociales: a la protección de la salud, a la educación, a la seguridad social, a la vivienda adecuada, al trabajo decente, a la sindicalización y a la negociación colectiva, a la igualdad tributaria según proporción o progresividad (incluso, allende los derechos sociales clásicos, se consagra un derecho al agua y al saneamiento, según criterios temporales de sustentabilidad y dando prioridad al consumo humano y su uso doméstico).

Pero, por otro lado, cada vez que puede, el proyecto se empeña en explicitar que las entidades prestadoras de derechos sociales han de ser estatales y privadas, para lo cual garantiza la elección entre unas y otras. La colaboración público-privada en la provisión de derechos sociales admite modalidades virtuosas, como es claro, pero la propuesta, empleando una terminología más bien propia de mercados regulados que de derechos sociales, consolida el modelo subsidiario al que ya estamos acostumbrados, esto es, un Estado fundamentalmente relegado a la función de protección de libertades de elección, así como de regulación y supervigilancia. Hay casos, es cierto, en los que la propuesta mandata al e¿Estado a la provisión de estos derechos, pero son excepcionales y no muy distintos a los presentes en la actual Constitución.

Añádase el especial cuidado del proyecto en lo referido a las medidas para la realización de los derechos sociales: indica los criterios que han de ser atendidos, exige que las medidas de satisfacción de los derechos sociales estén determinadas por la ley y las normas fundadas en ella y, aunque prohíbe a los tribunales definir o diseñar políticas públicas para este fin, sin embargo, mantiene la facultad del Tribunal Constitucional de controlar preventivamente la constitucionalidad de los proyectos de ley.

Ni qué decir tiene que en este proyecto, pese a su generosa protección de la libertad asociativa, se constitucionaliza la restricción de la negociación colectiva al ámbito de la propia empresa. O que, siempre respecto de derechos sociales, se transforma en cuestión constitucional la propiedad sobre las cotizaciones provisionales, como también se constitucionaliza la posibilidad de descontar gastos necesarios de impuestos o de eximir prima facie de contribuciones a la primera vivienda. Se trata de limitaciones sustantivas que influyen, o pueden influir, en la implementación de políticas estatales, como también en la acción de protección de derechos sociales.

Lo mismo debe decirse de la franca restricción de la potestad reglamentaria y de la administrativa sancionadora en beneficio de la reserva legal, tal como de las amplias materias constitucionalizadas que hasta ahora eran de dominio legal, materias que no solo hipertrofian notoriamente el texto propuesto, sino que tienen el efecto de protegerlas con un exigente quorum de cambio constitucional: tres quintos (60%) de los diputados y senadores en ejercicio.

Una Constitución no tiene como único propósito la limitación del poder. Al menos tan importante es aquello que una Constitución hace afirmativamente, ya que, como ha dicho Waldron, una Constitución democrática envuelve un compromiso con la autodeterminación y el empoderamiento eficaz de una comunidad de libres e iguales. Y esta última faz es la deficitaria en el proyecto: una cláusula de Estado social sistemáticamente diluida no habilita ni permite diversas maneras de concretarla o, lo que es igual, desarbola la autonomía democrática y erosiona el Estado. Dicho de otra manera, este proyecto cierra constitucionalmente el debate político cuando privilegia una forma particular de provisión de derechos sociales, dificultando decisiones posteriores que implementen modelos alternativos en materia de salud, de educación y de pensiones.

De ahí que no haya nada parecido al artículo 7.4 de la Constitución alemana, que garantiza el derecho a crear escuelas privadas, siempre que ellas no fomenten “una segregación de los alumnos en base a la situación económica de los padres”. Ni nada como el artículo 41 de la Constitución española: “Los poderes públicos mantendrán un régimen público de seguridad social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante situaciones de necesidad, especialmente en caso de desempleo”. Llamativa es también la fluctuación en relación con el régimen de las aguas, las que, tras ser formalmente categorizadas como bienes nacionales de uso público, son inmediatamente sometidas a un estatuto patrimonial, pudiendo usarse y gozarse de acuerdo con derechos de aprovechamiento “que confieren a su titular el uso y goce de estas, y le permiten disponer, transmitir y transferir tales derechos, en conformidad con la ley”.

No sabemos cuál de las opciones triunfará en el plebiscito venidero, pero sea de ello lo que fuere, todo indica que, al menos durante un buen tiempo, habremos perdido la oportunidad para reemplazar (y no meramente reformar) la constitución vigente en un sentido que no sea el de la agudización del Estado subsidiario envuelto en un débil ropaje social. La declinación que le han impreso las derechas chilenas a la constitucionalización (así como a la posterior legislación y administración) del Estado social, desplaza y atrinchera el péndulo ideológico más conservadora y neoliberalmente de lo que lo hiciera la Constitución de Pinochet. Tal gesto lo advirtió precisamente José Piñera, al hablar de un win-win para los que llevaron adelante el ladrillazo de 1973.

Es algo no muy distinto de la metáfora de Jaime Guzmán de la cancha y su limitado margen de alternativas para los adversarios políticos, casi lo mismo que anticipara Elizabeth Subercaseaux en su novela La Constitución del Golf. Y es que la chispeza constitucional chilena del Estado social/subsidiario tiene todo el aspecto –para decirlo con Loewenstein– de una Constitución semántica, una que “[…] será plenamente aplicada, [pero cuya…] realidad ontológica no es sino la formalización de la existente situación del poder político en beneficio exclusivo de los detentadores del poder fáctico, que disponen del aparato coactivo del Estado […]. El traje no es en absoluto un traje, sino un disfraz”. Ya lo decían los clásicos: una Constitución o politeia donde el poder soberano no lo ejercen los libres, que eso es la democracia, sino los ricos, que “son pocos”, es la definición misma de la oligarquía.

 

Publicado en El Mostrador junto a Enzo Solari de la PUVC

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