Cortados por (casi) la misma tijera: Alarcón, Marinovic y Warnken

25 de Febrero 2022 Columnas

Pocas expresiones deben ser tan manoseadas y tan mal comprendidas como la infame espada de Damocles. La deformación popular ha concentrado su atención en el sentimiento de amenaza encapsulado en esta historia, identificando en la espada el símbolo de un mal inminente y constante. El mismísimo John F. Kennedy hizo referencia a esta parábola, con ese tono, en una alocución ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1961. Allí, el presidente estadounidense habló de la “amenaza nuclear”, que, pendiendo “sobre la vida de cada hombre, mujer y niño” como la espada de Damocles, “colgada del más delgado de los hilos”, era un mal que en cualquier minuto podía desatarse debido “a un accidente, a un error de cálculo o a una locura”. Pero la fábula es más compleja que este mero detalle. Ya volveré a este asunto más adelante. De momento, cabe hacer un pequeño repaso a tres personajes nacionales que han concitado el interés ciudadano por sus desafortunadas declaraciones. Unos, por cierto, más deplorables que otros, pero en ningún caso con efectos inocuos.

El diputado Raúl Alarcón —conocido con mejor fortuna por su carrera musical como Florcita Motuda— es un foco de nocividad indecible. De paso, lo que ocurre con esta autoridad no tiene nada de excepcional frente a ejemplos equivalentes en otros países, donde también en sus parlamentos hay algunos que no logran justificar su presencia. Aquí, sin demasiados rodeos, se ha tratado de reemplazar el escenario por el Congreso, repitiendo la única fórmula que le es familiar, la del espectáculo. Lo anterior no es ninguna metáfora. Al contrario, es de una literalidad inquietante. ¿Cómo nos explicamos que nuestra frágil democracia, que ha estado tambaleándose desde el 18 de octubre de 2019 (si no antes), tolere que un diputado cante mientras divaga en plena acusación constitucional contra el presidente de la Nación? La espectacularización de la política, para mantener a flote el simulacro de una arquitectura republicana, no es novedad per se. Las mismas acusaciones constitucional se han usado con esos fines. Pero si los agentes del simulacro ni siquiera se preocupan ya de disimular la naturaleza simulacral de sus acciones, estamos de cara a un grave síntoma. Asimismo, hace poco, Alarcón sumó otra presea a su prontuario. En una red social ridiculizó de manera ‘irónica’ (si esa sofisticación existe en el discurso del parlamentario) la campaña de vacunación contra el SARS-CoV-2, uno de los pocos aciertos del gobierno de turno.

En el polo ideológico opuesto, pero no extraña a las estrategias del espectáculo, se encuentra, una vez más, Teresa Marinovic. Algunas semanas atrás circuló un video en el que la constituyente, en otro arrebato de un chocante infantilismo —pero cuya peligrosidad es un lujo que, en este minuto, reitero, nuestra democracia no se puede dar—, lanzaba groserías a la Convención Constitucional. Luego, vía Twitter, alegó que se han dicho cosas peores del presidente, de carabineros o de los militares, acusando cinismo la censura que recibió. Es difícil creer que Marinovic sea incapaz de detectar la falacia de su excusa, cuya obviedad llega a resultar obscena. Esclarecer el asunto podría parecer una torpeza, pero valga hacerlo por precaución: si un hijo de vecino, común y silvestre, palabrea a una autoridad del país sin ningún motivo es un hecho que reviste una cierta gravedad; ahora bien, si una autoridad insultase a otra, cualquiera sea el contexto, es siempre un hecho gravísimo. Concretamente, es como si un ministro en ejercicio vilipendiase a su propio gobierno: nunca las circunstancias lo lograrían absolver. La diferencia está, por supuesto, en el cargo que inviste al sujeto en cuestión.

Terciando en el centro (amarillo, como él se ha autocalificado), entre Alarcón y Marinovic, se vislumbra a Cristián Warnken. Hay que decir que esta es una figura cuya participación en la arena pública ha sido juzgada con perturbadora benevolencia. Quizá se debe a su rótulo de ‘intelectual’, tema que demandaría otro texto para ser comentado en propiedad. Pero, como es usual en el medio local, este reconocimiento viene de la mano de un impulso gratuito que poco tiene que ver con los méritos auténticos. Es verdad que por años estuvo a la cabeza de uno de los pocos espacios consagrados a la cultura que iba quedando en la televisión nacional, pero de esto no se deduce la carrera de una lumbrera. Todavía debiésemos tener fresca en la memoria la vergonzosa entrevista que, en La belleza de pensar, le hizo a Miguel Serrano, férreo abogado del nacionalsocialismo en nuestro país. En la conversación, Warnken esquivó con gran cuidado las conocidas apologías que el novelista hacía del supremacismo blanco —o, incluso, las insinuaciones que Serrano deslizó durante la propia entrevista—, un diálogo de dos pretendidos eruditos que transpiraba superficialidad. Ni entonces ni ahora el líder de “Amarillos por Chile” podría argumentar que no estaba consciente de qué era el nazismo, ni por qué sería un craso error guardar silencio al respecto. En fin, como Alarcón o Marinovic, este súbito dirigente político se ha limitado a hacer lo que conoce y, en su caso, es hablar trivialidades: gracias a la visibilidad garantizada por una plataforma como “El Mercurio”, semana a semana se explaya analizando la contingencia en una columna más miope que la anterior. Sus análisis del estallido social, contaminados por su privilegiada posición social, rayaron en lo risible.

En definitiva, ¿qué une a Alarcón, Marinovic y Warnken? La espada de Damocles. A cada uno de estos se les ha entregado una importante cuota de poder, que los separa de la gran mayoría de la población. Lo que no han advertido es que, como reza el adagio, “con gran poder sobrevienen grandes responsabilidades”. Eso simboliza, de hecho, la espada que pendía sobre el trono del soberano, apenas anudada a una sola crin de caballo. Estos tres personajes se han revolcado sin pudor en las regalías de sus tribunas, sin darse cuenta, a juzgar por los disparates salidos de sus bocas, que deben estar a la altura de sus deberes, y que son muchas y muchos los que (directa o indirectamente) dependen de que hagan bien el trabajo que les ha sido encomendado. La real amenaza aquí, entonces, es que se corte esa crin de caballo —como Kennedy indicaba, “por accidente, error de cálculo o locura”— y caiga la espada, cercenando así a nuestra maltrecha democracia.    

Publicada en El Mostrador.

Redes Sociales

Instagram