Constitucionalización, estrategia política y democracia

28 de Noviembre 2019 Columnas

El Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución ha suscitado diversas críticas. Una de estas se vincula a las consecuencias que se siguen en caso de no alcanzar el cuórum de 2/3 para incorporar una norma a la Nueva Constitución. Se trata de una cuestión relevante tanto por las circunstancias del proceso constituyente chileno como por la comprensión de la democracia que le subyace.

De acuerdo con una lectura —hoy defendida principalmente por la oposición—, según el Acuerdo (punto 7), si no se alcanza el cuórum, entonces no hay norma constitucional y, si no hay norma constitucional, entonces el asunto podrá ser regulado mediante la legislación ordinaria. Si bien, el cuórum de la legislación ordinaria debe ser definido por el propio órgano, puede preverse que será de mayoría simple. Por lo tanto, si una materia no logra concertar el acuerdo de 2/3 podrá ser regulada mediante la regla de la mayoría simple. Este es el sentido de deliberar sobre una “hoja en blanco”. De no haber sido así —se ha indicado— el Acuerdo carecería de sentido, pues reproduciría las trampas de la Constitución Política de 1980 (CP 1980).

Curiosamente, esta lectura ha generado voces críticas de ambos lados del espectro político. ¿Cómo puede explicarse esta peculiar coincidencia?

Consideremos el primer lado del espectro. Recientemente, un segmento de la derecha ha rechazado que las cuestiones que no alcancen los 2/3 sean disciplinadas por la legislación ordinaria. Por un lado, se defiende el cuórum supramayoritario, pues al otorgar un veto a las fuerzas políticas minoritarias, previene que un determinado programa de gobierno sea impuesto en la Constitución. Por otro lado, se afirma que, si no se obtiene el cuórum, debe seguir vigente — en la materia respectiva— la CP 1980. Así, se forzaría a los grupos políticos a negociar para alcanzar un acuerdo. Como puede observarse, esto corresponde a la negación de la “hoja en blanco”.

Si bien lo primero resulta razonable, lo segundo es insólito. Uno de los principales problemas de la CP 1980 —y la práctica constitucional que ha desarrollado— es precisamente la consagración de un específico programa de gobierno: el neoliberal. Esto ha impedido que la política ordinaria tenga un potencial transformador. Evidentemente, lo anterior contradice la justificación que la propia derecha esgrime para el cuórum supramayoritario del órgano constituyente. La falta de consistencia argumentativa se explica por una simple razón: estrategia política.

Si la CP 1980 opera por defecto, entonces puede resguardarse el programa neoliberal —como ha sucedido durante los últimos 30 años. Constitucionalizando por omisión, es decir, no alcanzando un acuerdo, permitiría preservar el status quo, sustrayendo aspectos del programa neoliberal de la deliberación de la política democrática ordinaria. Esto acontece, pues que es razonable prever que el órgano constituyente fijará un cuórum supramayoritario para modificar la Constitución y con ello las reglas que permanezcan vigentes de la CP de 1980.

¿Qué ocurre al otro lado del espectro político? Un sector de la izquierda también ha rechazado que las materias que no reúnan el acuerdo de 2/3 sean reguladas por la legislación ordinaria. Sin embargo, las razones son distintas. Lo que se cuestiona no es la “hoja en blanco” en sí misma, sino el elevando cuórum de aprobación (punto 6 del Acuerdo). Un cuórum de 2/3, se sostiene, bloquea a la voluntad soberana, otorgando un veto a la derecha. Un asunto debiese poder incluirse en la Constitución con un cuórum inferior —por ej. 3/5 o mayoría simple.

El punto es plausible. Todo cuórum supramayoritario otorga un veto a la minoría, afectando el principio de igualdad. Sin embargo, existen argumentos para sostener que tratándose de la Constitución — y en tanto se trabaje sobre una hoja en blanco— tal situación puede hallarse justificada. Dado el carácter fundante de un texto constitucional —podría argumentarse—, si no se logra un consenso amplio, su perdurabilidad y legitimidad resultaría debilitada.

En el contexto del Acuerdo, sin embargo, la posición analizada puede generar perplejidad. Como se ha visto, conforme a una lectura —que no es negada por este sector de la izquierda—, si no se alcanza el cuórum, entonces la materia se regulará mediante una ley ordinaria. Será suficiente la mayoría simple para aprobar la norma. ¿En qué sentido la mayoría simple obstruirá la expresión de la voluntad democrática?

Una respuesta puede descansar en la desconfianza dirigida a las instituciones que tendrán a su cargo la política ordinaria, en contraste a una convención constituyente. Acá, sin embargo, me interesa apuntar a una postura alternativa —que puede no ser la dominante en este segmento de la izquierda. El problema del Acuerdo consiste en la imposibilidad de constitucionalizar por acción un determinado programa de gobierno.

Que la reforma de la Constitución sea más gravosa que la reforma de una ley genera un incentivo: incluir un programa de gobierno en la Constitución. De este modo, el programa de un sector político se blinda ante aquel futuro incierto en el cual pudiesen perder la adhesión mayoritaria de la ciudadanía. Se trata, en definitiva, de vestirse con los ropajes de Jaime Guzmán, para imponer un desnivel en el escenario político que beneficie esta vez al equipo adversario.

¿Es correcta la constitucionalización de un programa de gobierno como lo persigue un sector de la derecha —por omisión— y un sector de la izquierda —por acción? Más allá de las notables diferencias en cuanto al origen de una y otra constitucionalización—dictadura y democracia—, la respuesta es no.

Una Constitución expresa los acuerdos fundamentales adoptados soberanamente por una comunidad política. Tales acuerdos configuran la identidad de tal comunidad. El pueblo decide los valores que suscribe y los fines que anhela alcanzar como cuerpo colectivo. Además, a la luz de tales valores y fines, articula un modo institucional de actualización, renovación y concretización de estos —decide cómo decidir.

Bajo una comprensión democrática de la organización de la vida en común, el valor ancla es el respeto de la igual dignidad de las personas. El órgano constituyente deberá decidir qué se sigue de lo anterior —por ejemplo, reconocimiento o no de derecho sociales— y, en particular, deberá configurar una forma de lidiar con los desacuerdos que puedan presentarse entre ciudadanos. Una forma de vida democrática valora la diversidad, lo cual en la esfera política implica el imperativo de crear instituciones que logren expresar en un plano de igualdad las distintas concepciones del mundo —sean estas comunistas, socialistas, ecológicas, neoliberales, etc. Ninguna puede tener gozar de ventaja. Por esta razón es que una Constitución democrática debe, por un lado, dejar un margen de acción para la renovación y actualización de los compromisos fundamentales de la comunidad —reglas de reforma constitucional— y, por otro lado, reservar a la política ordinaria la concretización de tales compromisos —regla de mayoría, mecanismos de participación ciudadana directa e indirecta, etc.

Si entendemos que toda decisión política se encuentra ya contenida en el texto constitucional, entonces la democracia se ve constreñida. Debemos recuperar aquello que en culturas democráticas saludables es normal: los programas de gobierno se deciden conforme a la regla de mayoría. En otros términos, la desconstitucionalización del sistema político chileno contribuirá a que la ciudadanía haga suyo el poder transformador que la Constitución Política de 1980 le ha negado. Una Constitución que opere simplemente como marco y orientación permitirá re-politizar a la ciudadanía y, de este modo, disolver el miedo generado por las incertidumbres propias de una vida en común gobernada por el principio democrático.

Publicada en El Desconcierto.

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