Cancelación del odio

9 de Octubre 2022 Columnas

Todavía ni siquiera cumple siete meses instalado en el hemiciclo de la Cámara de Diputadas y Diputados, y ya Gonzalo De la Carrera se ha posicionado como el personaje más violento, polémico, irrespetuoso y maleducado de la corporación. Tanto así, que ni siquiera en su expartido, Republicano, lo toleraron y terminaron por expulsarlo.

Esta vez la víctima del parlamentario fue su par de Comunes, Emilia Schneider, a quien le dedicó duras palabras burlándose de ella por ser una mujer trans. “Ud. no puede exigir su derecho a abortar, porque jamás podrá abortar, y tampoco puede exigir su derecho a menstruar”, dijo el congresista de ultraderecha, tras lo cual le apagaron –menos mal- el micrófono.

Antes, ya De la Carrera había golpeado al vicepresidente de la Cámara, agredido físicamente a un diputado PS y embestido verbalmente contra un buen número de sus colegas. En la misma sesión en la que le faltó el respeto a Schneider, trató a todas las diputadas que lo increparon de “feminazis”, un concepto que pretende denostar a un movimiento que, ni siquiera en sus facetas más radicales, ha asesinado a nadie, como lo hizo el nazismo con millones de judíos.

Pero a De la Carrera le da lo mismo. Él es una especie de divinidad caída del cielo, padeciendo al igual que lo hizo Jesús, como él mismo lo planteó cuando fue expulsado del PR. Una y otra vez ha pasado a llevar la honra de sus pares, para luego victimizarse y considerarse un mártir de la cultura de la cancelación.

Para ser justos, él no es el primero en tirar un par de combos en el hemiciclo –ya lo han hecho varios desde el regreso a la democracia-, pero sí ha sido el más violento física y psicológicamente. En buen chileno, se ha ido al chancho. No es que, en un momento de frustración, único e irrepetible, haya explotado. Lo suyo es una actitud constante de denostación y vulneración del prójimo.

Tanto así que sus excesos han motivado a algunos de sus pares a presentar proyectos que permitan sancionar a parlamentarios que incurran en violencia o discursos de odio e incluso el Ejecutivo anunció que pondrá urgencia a esta iniciativa, de manera de poner freno a estas conductas.

Ahí viene una discusión de fondo. Tan de fondo, que ni siquiera en el primer mundo se han puesto de acuerdo. ¿Son antagónicos el limitar discursos de odio y garantizar, a la vez, la libertad de expresión? La discusión al respecto es amplia, pero la ONU es clara en afirmar que no hay una contraposición entre ambos, pues “hacer frente al discurso de odio no significa limitar la libertad de expresión ni prohibir su ejercicio, sino impedir que este tipo de discurso degenere en algo más peligroso, como la incitación a la discriminación, la hostilidad y la violencia, que están prohibidas por el derecho internacional”.

Porque limitar la incitación a la violencia y la defensa de crímenes de lesa humanidad no significa cancelar opiniones simplemente por no estar de acuerdo con ellas. De hecho, eso no es lo que ha pasado con De la Carrera. No le están censurando opiniones inocuas y que sean parte de un debate con altura de miras, sino simplemente palabras de odio, falta de respeto y de educación.

Pero hay otros casos –la mayor parte del tiempo en el Congreso- en los que la discusión precisamente es lo que enriquece el producto legal que de allí sale, tal como sucede en todos los planos, desde familiares hasta educacionales. El debate ha sido utilizado desde la antigüedad como forma de encontrar la verdad y de generar aprendizaje. Establecer, entonces, una limitación a la libertad de expresión –la que debiera, por cierto, autorregularse- podría afectar la capacidad que tenemos de explicar el mundo a través de opiniones diversas que permiten engrandecer las definiciones y consensos.

En ese sentido, una legislación que apunte a evitar a otros “De la Carrera” –donde debieran también incluir a Johannes Kayser, por cierto- debe ser muy finamente tejida, de manera de no abrir la puerta a situaciones en las que una iniciativa que pretende promover el respeto hacia las minorías y evitar el negacionismo de violaciones a los DD.HH., termine siendo utilizada para coartar la libertad de opinión y, por ende, la democracia que tanto ha costado construir.

Se trata de un tema que se equilibra frágilmente en un borde entre el respeto y la censura, pero que ciertamente como sociedad debemos discutir. No se puede convertir la libertad de expresión en una herramienta ideológica, pero tampoco se puede aceptar la incitación –o práctica- de la violencia, sobre todo en las instituciones que deben proteger la democracia y a las minorías. No hay que cancelar la palabra, pero sí el odio.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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