Bajo fuego

15 de Septiembre 2019 Columnas

La creciente polarización de nuestro sistema político ha comenzado a exhibir en el último tiempo otra singularidad, una peligrosa inflexión donde las diferencias y tensiones ya no son solo políticas, sino que se expresan en la consciente disposición de determinados actores públicos a relativizar e incluso sobrepasar el estado de derecho. Hace varios años, el tema del “activismo judicial” puso en cuestión los alcances de las decisiones tomadas por los tribunales en la implementación de diversas políticas públicas, es decir, su eventual interferencia en ámbitos y procesos que serían propios del gobierno o el Congreso.

Ahora se da otro paso más: parlamentarios que impulsan proyectos cuyas materias son de iniciativa propia y exclusiva del Ejecutivo, presidentes de comisiones parlamentarias que encuentran fórmulas para desconocer las urgencias que fija la autoridad en su tramitación, etc. Lo relevante desde una perspectiva política es que en muchos de estos casos no se trata de errores derivados de un improbable desconocimiento de la Constitución o de la ley, sino de una voluntad explícita y consciente de desconocer atribuciones consagradas en la institucionalidad.

Sin duda, es legítimo tener discrepancias con las normas y procedimientos que definen el estado de derecho, pero no lo es que jueces, parlamentarios o cualquier otra autoridad se atribuyan competencias que la ley no les consagra, y en algunos casos abiertamente prohíbe. Y lo que termina siendo francamente insólito es que se cuestione la decisión de alguna autoridad de recurrir al Tribunal Constitucional cuando tiene la convicción de que sus facultades están siendo mermadas o el contenido de una ley aprobada o en trámite contraviene el marco constitucional. Como si el uso de dicho recurso fuera algo en sí mismo ilegítimo, se lo califica como un intento espurio y propiamente político por alterar la voluntad ejercida por las mayorías parlamentarias. Como si esas mayorías no estuvieran obligadas antes que nada a cumplir y hacer cumplir la Constitución y la ley.

De nuevo, se puede discrepar de las actuales atribuciones de dicho tribunal, pero no se puede desconocerlas. Si lo que se busca es modificarlas, para ello es necesario tener primero las mayorías parlamentarias suficientes o, en su defecto, generar los acuerdos políticos que hagan viable su transformación. Pero pretender deslegitimar la decisión de recurrir a TC o sus fallos no solo es un acto inconsecuente (desde el retorno a la democracia, tanto la derecha como la centroizquierda han recurrido a él innumerables veces, celebrando cuando sus posiciones son acogidas), sino que, mucho más delicado, implica socavar deliberadamente la institucionalidad.

Cuando la polarización política empieza a expresarse en una voluntad explícita de debilitar las instituciones, los países inician un camino muy riesgoso; algo de sus más dramáticos efectos se conmemoran también el 11 de septiembre. Si hay actores políticos cuyos objetivos pasan hoy día por la erosión de determinadas instituciones, la primera obligación de todos los demás es impedirlo, utilizando todas las herramientas que la ley y la propia Constitución permiten. La calidad de la democracia tiene límites y es deber de los demócratas defenderlos. No se puede pretender alterarlos por las buenas o por las malas.
Contenido relacionado

Redes Sociales

Instagram