Auto fiscal

24 de Febrero 2018 Columnas

Hace un tiempo me relataban que la dureza de la pérdida de un cargo público estaba dada por la ausencia del auto fiscal. El mito urbano que se narra es que un ex ministro se habría subido en la parte trasera de la cabina del automóvil y este no partió, nadie le había recordado que ya no gozaba de tal privilegio, había perdido el cargo que lo asignaba. Mitos más, mitos menos, es lo cierto que en unos días más nuevamente los choferes de las autoridades públicas tendrán nuevos usuarios, nuevos jefes, algunos de los cuales -en razón del regreso a cargos similares- conocen la experiencia de esa prebenda; otros en cambio se aposentarán por primera vez tras el conductor que los desplazará sin el karma de la conducción en una ciudad tan congestionada como Santiago.

Suele ser frecuente, sobre todo para quienes no conocen la administración, que todo lo nuevo es a la vez desafiante, pero también peligroso. Entonces cualquier gobierno entrante, que quiere que sus autoridades no terminen en líos, comenzará con una serie de inducciones que ciertamente serán dadas por entidades serias y ex autoridades competentes, que querrán formar, alistar, enseñar, los cientos de reglas que implica el ejercer una función pública con cierto rango de autoridad. Desde las compras para los servicios básicos hasta la cadena de complejidades que subyace detrás de cada decisión administrativa, donde la regla de administración nunca se explica por la propiedad sino por la gestión de lo ajeno. Es que lo público es vicarial, se administra lo ajeno, y se sirve a las personas.

Entonces quienes vienen de lo privado -cuyas decisiones normalmente se explican por la propiedad y la autonomía personal- suelen tener cierta confusión en las razones que explican tanta custodia, tanta rendición de cuentas, tanta formalidad. La burocracia, ciertamente, a veces es una carga, pero también en un Estado de Derecho serio es expresión de actuación lícita y segura para quien ejerce el poder y frente a quien ejerce el poder.

En este contexto, desde hace muchos años (1974) rige en Chile un Estatuto del uso y circulación del vehículo estatal (DL 799), que pone la carga de que todo vehículo estatal consigne un sello que lo identifique como tal y que lo restringe en el horario de su uso. Ese disco distintivo que deben llevar se exime en el caso de ministros, subsecretarios y otras autoridades. Estos vehículos asignados a dichos funcionarios solo pueden ser usados en las actividades propias del cargo que aquellos desempeñen, sin restricciones.

Es cierto que esta norma legal, que surge a propósito de que la propia Contraloría General la requirió hace ya 43 años, se da en un contexto en que los valores actuales que representa un vehículo motorizado no es de la misma relevancia que en la época de su emisión, cuando un automóvil bien podía ser permutado en muchas ocasiones por un bien inmueble. A estas alturas la restricción no es simplemente de cuidado patrimonial, en realidad es de resguardo moral. A estas alturas su mantención se explica por el contexto implícito que supone el servir probamente un cargo público, de manera que muchos de los conflictos que la infracción de aquella implica no reflejan falta de capacidad de quien la violenta, sino que demuestra falta de idoneidad moral de quien no la entiende. La transgresión de la misma, representada por una ex subsecretaria que solo trasladaba frambuesas de su propiedad en el auto fiscal asignado, explica el riesgo de su incomprensión.

Este riesgo, además, puede concretarse en la persecución que, conforme a la ley señalada, le corresponde a Contraloría General por las infracciones cometidas en el uso del vehículo estatal, que le permite a aquella ser titular directa la potestad de imponer sanciones por la transgresión de la norma -autónomamente-, sin necesidad de esperar la sanción de ningún otro órgano estatal, pudiendo incluso destituir a cualquier autoridad que infrinja el precepto. Tamaña facultad solo tiene el control especial de la Corte Suprema, y todo esto por el mal uso del vehículo estatal.

A partir de estos procedimientos sancionatorios incoados por la autoridad de control, suelen elaborarse espacios de interpretación que se reflejan en consejos que transitan de boca en boca. En realidad, si el colegio queda en el camino, y no hay cambio en el trayecto, no habría problema. Si el supermercado queda en el camino, tampoco habría problema. Si se va al Congreso, y se pasa a la casa de la costa a dejar algo, es viaje de trayecto, en fin. Es que a estas alturas, el riesgo de la infracción a esta norma -cualquiera que sea, es siempre constitutiva de falta a la probidad- hace innecesario acudir a las argucias interpretativas derivadas de sumarios terminados. No debe olvidarse que, con independencia del éxito sumarial que pueda obtenerse, la exposición actual no está en la sanción sino en las redes sociales y el uso político que de ellas se termina por hacer. Cualquier gobierno que debe terminar dando explicaciones sabe que comenzó una complicación.

A lo mejor la clave no es ver, estudiar y bajar la jurisprudencia que exista, la clave quizás es volver al pudor personal. Cada uno de nosotros sabe que cuando el rubor aparece y la búsqueda de una explicación es la labor encomendada al abogado del servicio, uno no está en el uso de la granjería, sino que está en la puerta de un conflicto. ¿Para qué?

Publicado en El Mercurio.

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