Alegato contra la natalidad

20 de Julio 2017 Columnas

La política de un hijo por familia que imperaba en China hasta hace poco era considerada, al menos en el espacio cultural que me tocó habitar, como una violación del más sagrado de los derechos humanos: el derecho de crear otra vida humana. No se nos olvidaba que China tenía un régimen comunista y ateo, y que aquella combinación era la única manera de entender tanta maldad. Nosotros, en cambio, cobijados en la seguridad de los valores occidentales cristianos, estaríamos siempre del lado de la vida. El mandamiento bíblico era prístino: creced y multiplicaos.

La enseñanza secular neo-darwiniana parecía discurrir por el mismo camino: estamos en el mundo para reproducirnos. Una especie exitosa es aquélla que se las arregla para dejar más copias genéticas en el planeta. Religión y humanismo parecían coincidir en el punto: es un imperativo traer niños al mundo. Por lo anterior, recuerdo que las familias numerosas eran admiradas. En Sumisión, el último libro distópico de Michel Houellebecq, los musulmanes se convierten en la primera fuerza política de Francia justamente por su eficiencia reproductiva. En su relato, traer hijos al mundo ya no es solamente un imperativo ético sino una estrategia electoral de largo plazo, tal como alguna vez fue un plan económico para las familias necesitadas de mano de obra y dotes que negociar.

Sin embargo, el crecimiento demográfico incontenido que estas doctrinas han promovido no es enteramente saludable. Traer hijos al mundo ya no puede ser un derecho absoluto, al menos no si vamos a compartir el mismo suelo. Ya vamos en 7.500 millones de habitantes y según las proyecciones estaremos rozando los 10.000 millones a mediados del siglo XXI. En medio de las diversas presiones climáticas en curso, el panorama no pinta bien. Si Europa colapso con la crisis de los refugiados sirios, piense cómo lidiaremos con desplazamientos masivos producto del hambre, la desertificación y los demás desbarajustes planetarios asociados al calentamiento global. Quizás, como en la película hollywoodense Elysium, los ricos se las arreglen para vivir en una estación espacial fuera de la Tierra. Pero esa no es opción para la inmensa mayoría. Todo esto sin entrar a mencionar los efectos devastadores de una especie parasitaria como la nuestra sobre el resto de los animales no-humanos.

A estas consideraciones medioambientalistas, la escuela antinatalista de David Benatar añade una segunda razón para dejar de reproducirnos: crear vida es imponer sufrimiento innecesario. Dicho de otra manera, hay que abstenerse de tener hijos para ahorrarles una vida de miseria. Aunque en promedio la gente se considera a sí misma feliz, existe cierta evidencia de que generalmente lo pasamos mal o muy mal. Alternando argumentos kantianos y utilitarios, los antinatalistas consideran moralmente problemático no sólo tener grandes familias, sino el mero hecho de dejar descendencia. Los antinatalistas no sólo abogan por la despenalización de la interrupción del embarazo, sino que además argumentan que el aborto es el único camino éticamente correcto -junto con la adopción.

En lo personal, no me persuade la posición antinatalista radical. La vida humana tiene una serie de bemoles, pero aun así es digna de ser vivida. Somos animales que contamos historias, decía Maclntyre. Podemos lidiar con cientos de malas experiencias, pero al final del día ser capaces de narrar una historia positiva sobre nuestra existencia. En cambio, sí me parece persuasiva la posición antinatalista relativa, es decir, que no existe un derecho absoluto a tener todos los hijos que queramos. “Dios proveerá” no parece una respuesta seria a un problema demográfico real. Por otro lado, una política de cero niños no se condice con nuestros imperativos biológicos ni con la inconmensurable satisfacción vital que nos produce la experiencia filial. Es decir, estamos llamados a encontrar una solución intermedia que sea éticamente sensata, políticamente responsable y medioambientalmente sustentable. A mi juicio, estos deberes recomiendan achicar el tamaño de las familias. Restringirse a dos hijos por familia parece enteramente razonable, en la medida que no estamos contribuyendo a un crecimiento demográfico perjudicial para el mundo sino -al menos- manteniendo los números.

Esta reflexión es de índole filosófica. No es una propuesta de política pública.

Siempre habrá consideraciones adicionales dependiendo del contexto. Así como algunos países necesitan de alto crecimiento económico sostenido para dar el salto al desarrollo, otros requieren de altas tasas de natalidad para esos y otros fines similares (por ejemplo, para hacerse cargo de los viejos en un sistema previsional de reparto). El punto es que hay que recibir con una cuota de escepticismo los discursos tradicionales -especialmente desde la derecha política- a favor de la natalidad. Un mundo menos sobrepoblado es un mundo donde nuestros (pocos) hijos vivirán mejor. Dada la naturaleza parasitaria de nuestra especie es difícil imaginar que un escenario de sobrepoblamiento y cambio climático pueda resolverse con puro ingenio o nuevas tecnologías. Hay que ayudar en algo.

Podríamos partir por cuestionar si acaso existe un derecho absoluto a crear vidas humanas sin consideración del impacto de dicho derecho en el planeta y el resto de la gente que lo habita. Después de todo, los chinos no estaban tan perdidos.

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