¿Es la administración desleal una revolución en gobiernos corporativos?

4 de Febrero 2019 Columnas

Desde el 20 de noviembre del año pasado, el que gestione un patrimonio ajeno e irrogue perjuicio a su titular, por ejecutar u omitir cualquier acción de modo manifiestamente contrario su interés, comete delito de administración desleal.

¿Por qué la incorporación de esta figura penal puede ser revolucionaria en materia de gobiernos corporativos?

Sustancialmente, no contempla nada nuevo. Aprovecharse de un patrimonio ajeno, cuya gestión se tiene a cargo, es una infracción de deberes fiduciarios, como se desprende del artículo 42 Nº 1 y 7 de la Ley de Sociedades Anónimas. En Chile, hemos sido testigos de casos donde conductas como las descritas han tenido lugar, pero que, para ser perseguidas y castigadas penalmente, han tenido que ser acomodados en figuras penales propias del mercado de valores. Piénsese en los casos La Polar y Cascadas. En consecuencia, la primera novedad para el sistema de gobiernos corporativos es la incorporación de una figura penal general para los casos de infracción a deberes de lealtad. Esto ya es un cambio más que significativo.

No obstante, el potencial revolucionario de la figura no está en casos de infracción a deberes fiduciarios tan evidentes como los citados, sino que en situaciones más bien rutinarias y generalizadas en las estructuras de gobiernos corporativos nacionales. Chile, como la mayoría de los países, se caracteriza porque sus sociedades cotizadas se insertan en grupos empresariales. Estos grupos cuentan, en los hechos, con unidad de dirección: los controladores ubican a sus gestores en directorios y gerencias de las sociedades afiliadas al grupo y, muchas veces, imponen las decisiones adoptadas por la matriz del grupo sobre la gestión de las filiales.

Este sistema de gestión no tiene reconocimiento formal en la legislación chilena. Al contrario, la ley reconoce un modelo de primacía del directorio, esto es, un modelo en el que cada directorio de cada sociedad ha de deliberar y adoptar, de manera independiente, las decisiones sobre la estrategia y administración general del negocio, de cuya ejecución se hacen cargo los gerentes y ejecutivos principales, a quienes, asimismo, los directores han de supervisar.

La jurisprudencia administrativa, refrendada por la judicial, ha afirmado, a estas alturas en forma reiterada, que este es el modelo legal. No obstante, los grupos de sociedades chilenos siguen funcionando como si en nuestro modelo de gobierno corporativo existiera algo así como un derecho de grupos o, menos que eso, un reconocimiento expreso a la legitimidad de la superposición del interés grupal por sobre el interés social de cada una de las sociedades del grupo. Basta leer la prensa o ser un observador casual de la actividad empresarial nacional para darse cuenta de que la comprensión de sí mismos de los controladores de grandes grupos es la de ser dueños de las empresas que controlan. Pero lo cierto es que, aun sustancialmente, si las empresas controladas integran a otros inversionistas que no participan en el control, lo que gestionan, por medio de su control, es un patrimonio ajeno.

El estado de cosas descrito se ha mantenido en el tiempo por diversas razones, pero una de las que presumiblemente han incidido mayormente en su permanencia es la ausencia de tutelas eficaces para aquellos casos en los que los controladores imponen a la sociedad una decisión favorable al grupo, pero desfavorable a una sociedad específica. La ausencia de mecanismos de impugnación de acuerdos sociales, de acciones de clase, la irrelevancia práctica de la acción derivativa y las restricciones propias de la regulación de operaciones entre partes relacionadas han hecho que la litigación en materia de gobiernos corporativos por situaciones como la expresada sean más bien inusual. Esto queda de manifiesto si se realiza la comparación con otros sistemas jurídicos, particularmente los de países con mercados de valores más desarrollados.

He aquí el potencial revolucionario del delito de administración desleal, pues cada vez que un grupo adopte una decisión contraria al interés social, por hacer prevalecer el interés del grupo y, al mismo tiempo, se afecte al patrimonio de la sociedad filial, se podrá estar incurriendo en administración desleal, sancionada ahora penalmente.

Existen, desde luego, formas en que los controladores de grupos de sociedades pueden seguir influyendo en las sociedades del grupo de manera perfectamente lícita, pero esto supondrá un cambio en la cultura de la organización y en los procedimientos de adopción de decisiones. Asimismo, la precisa delimitación del tipo penal está a la espera de las primeras contribuciones doctrinales y, más importante, de los primeros casos en los que se discuta el nuevo tipo.

No obstante, hay al menos dos cuestiones relevantes que se pueden adelantar. Primero, es necesario recalcar la necesidad de reafirmar la vigencia de la regla de juicio de los negocios en nuestro derecho, para evitar excesos en el uso de la tutela. En cierto modo, esta regla ya ha sido reconocida por la jurisprudencia administrativa. Segundo, será importante discutir y verificar en qué condiciones podría permitirse que una actuación favorable al grupo, pero desfavorable a una sociedad integrante, pueda justificarse a través de medidas compensatorias.

Como queda de manifiesto, el reconocimiento del delito de administración desleal cambia totalmente el marco de enforcement en el sistema de gobiernos corporativos chileno: de ser uno que ha descansado en la actividad del regulador, pasa a ser uno que otorga una herramienta particularmente efectiva para que los propios inversionistas defiendan sus intereses. Nada de esto fue logrado —ni, probablemente, querido— por alguna de las reformas legales en materia de gobiernos corporativos que han precedido a esta discreta, pero potencialmente revolucionaria, modificación contenida en la Ley 21.121, de 2018.

Publicado en El Mercurio.

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