En busca del optimismo perdido

8 de Enero 2017 Noticias

Ya se fue el 2016 y comienza un nuevo año, un año que podría indicar que volvemos a esa normalidad que a ratos pareció perderse. En efecto, Chile confundía a cualquier extranjero. El país más exitoso de Latinoamérica andaba deprimido. De repente, el alumno fome y aburrido de la clase, que siempre había tenido las mejores notas y buena conducta, empezó a comportarse de manera extraña y sus notas bajaban. Algunos pensaron que era sólo una pataleta pasajera. Como pasaba el tiempo y  la situación empeoraba, declararon que era la típica melancolía que afecta al niño rico. En cambio, otros pensaban que obedecía a algo más profundo. Se acusó al modelo. Se demonizó al lucro y a los empresarios. Se culpó a los Chicago Boys, a la Constitución, a las AFP, etc. En fin, se diagnosticaron una serie de síntomas ante este cuadro depresivo.

Es indudable que en materia económica el desempeño ha sido malo. El Banco Central, el FMI e incluso la Cepal persistentemente han sobreestimado nuestro crecimiento económico. La porfiada realidad los ha conducido una y otra vez a bajar la puntería. Y ya no nos sorprendemos: hace algunos años el último Imacec del 0,8% hubiera sido motivo de histeria. Sabemos cuán importante es el crecimiento a la hora de enfrentar los desafíos del futuro. También sabemos que la salud de un país no son sólo los fríos números.

Chile ha sufrido una especie de fiebre depresiva, un virus que dañó el ánimo y contaminó nuestro animal spirits, ese sentimiento con el que Keynes definía las expectativas futuras. Como si todo se hubiera hecho mal, a veces parecíamos abatidos. Ni siquiera nuestra más alta figura republicana escapó de este golpe al ánimo colectivo. Al contrario, Bachelet lo reflejó: un severo rictus reemplazó su espontánea sonrisa.

Bachelet regresó desde USA como la única candidata, como la salvadora de una situación que parecía al límite. Estábamos, nos recordaban majaderamente algunos agoreros, al borde una crisis institucional. Las mareas políticas latinoamericanas la acompañaban en ese empeño voluntarista para hacer todos los cambios que, según algunos expertos, Chile necesitaba de manera urgente. El camino estaba allanado. Y las leyes que emanaban del sagrado programa, frente una abrumadora mayoría parlamentaria y una popularidad presidencial incombustible e incontrarrestable, eran aprobadas al nuevo estilo legislativo fast track. Era la época de la euforia, del énfasis en el Estado como alternativa a los abusos del sector privado y del discurso de los patines para enfrentar la inaceptable desigualdad. El Otro Modelo y  Piketty causaban furor y los expertos del PNUD ya lo tenían todo claro. Pero todo cambió.

Si Carlos Peña definió a este gobierno como un simple paréntesis, no estuvo vacío. Su contenido será recordado como una arremetida contracultural avalada y atizada por algunos iluminados que hicieron una lectura sesgada, antojadiza y pesimista de nuestra realidad. Había que cambiarlo todo. Éramos víctimas de abusos. Los chupasangres eran una historia para los niños del pasado. Los viejos concertacionistas no conocían la verdadera realidad. Los ricos eran malvados. Los empresarios, ladrones de cuello y corbata. El Estado, ante el desatado neoliberalismo y sus males, surgía como el salvador. Entonces, Bachelet descendía con su programa, un programa que se convertiría en una biblia. Eran los aires de cambio, de las grandes reformas radicales que marcaron nuestra bipolaridad, de la euforia a la depresión.

Pese al error de diagnóstico y los serios problemas de diseño e implementación, el ánimo país fue cayendo. Y en la vorágine de escándalos criticamos y dejamos de valorar, atacamos y dejamos de escuchar. Así, poco a poco nos fuimos convirtiendo en los septones de la serie Games of Thrones. Nos sorprendíamos, rasgábamos vestiduras y algunos incluso se persignaban ante una boleta trucha, ante un financiamiento oculto o ante un comentario impropio. Los empresarios chilenos, admirados y bienvenidos en el extranjero, pasaron a ser denostados, insultados e incluso apedreados. Los curas, pedófilos. Y los políticos, para qué hablar. Y así viendo sólo lo malo, dejamos de ver lo bueno.

Afortunadamente, la última encuesta CEP nos corrobora una vez más que nuestra realidad no es tan mala. Vivimos en un Chile más prudente que radical. Los chilenos, más liberales, autónomos e independientes, valoran lo propio, lo simple y lo moderado. Y no quieren más Estado, sino más oportunidades para mejorar con su esfuerzo. Tampoco quieren cambios radicales, sino graduales y bien pensados. Es más, esa bandera de lucha de la desigualdad ya no es un tema que inquieta a los chilenos. Y a casi nadie le importa la Constitución. Según la última encuesta CEP, a los chilenos les preocupa la delincuencia, la salud, el desarrollo económico y el empleo. En ese orden. Esto es mucho más sencillo y claro que todas las sesudas disquisiciones de los intelectuales y expertos de izquierda que participaron, avalaron y promovieron el memorable programa de la Nueva Mayoría. Y que aparecían dando clases de igualdad y derechos en aquellos inolvidables y publicitados encuentros constitucionales ad hoc.

Pero lo más interesante de la última encuesta CEP es que, contra todos pronósticos, se percibe un cambio de ánimo, un nuevo impulso a nuestro alicaído animal spirits. Es de esperar, recordando a Arenas, que esto no sea sólo otro brote verde. Y que ese élan vital alimente a nuestro animal spirits para recuperar el optimismo perdido. En definitiva, la CEP también puede leerse como otro llamado de los chilenos para recuperar la moderación y la sensatez.

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