El silencio de Bachelet

19 de Febrero 2019 Columnas

Todos los ojos están puestos en Venezuela. En un hecho casi sin precedentes, 60 países —los principales, con excepción de China y Rusia— han reconocido a un autoproclamado presidente sin poder real. Se trata de la presión diplomática más grande que se haya visto para voltear una dictadura, la que ha vuelto a alimentar la esperanza de un pueblo venezolano que ya la había perdido.

El respaldo de Rusia y China es explicable. Mal que mal se están quedando con los activos del país, poco a poco. El resto de la sociedad occidental, incluidos gobiernos de izquierda europeos, salieron a reconocer a Juan Guaidó como una forma de meterle presión a Madu= ro, sabiendo que el “Presidente encargado”—más allá de su carisma, fuerza y juventud— no tiene ningún poder, mientras los militares no se cambien de bando.

A la presión internacional le ha sobrado protagonismo de Estados Unidos, un aliado poderoso pero poco convocante y le han faltado dos aliados que debieron estar: el Vaticano y el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

Lo del Vaticano ha sido una puñalada a la conferencia episcopal venezolana, férrea denunciadora de Maduro desde hace mucho tiempo y cuyos obispos han recibido toda clase de amenazas e improperios. Pero incluso para Bergoglio hay límites y esta semana optó por una fórmula bastante terrenal para mostrar su opinión: la filtración de una carta a Maduro en la que no lo llama *presidente”. Tardío, leve y curioso. Pero algo es algo. En el Alto Comisionado de Bachelet, sin embargo, la palabra “paso” —que hizo conocida a la expresidenta— se ha transformado en su emblema.

Hace pocos días, Michelle Bachelet emitió un comunicado en el que advierte estar “extremadamente preocupada porque la situación de Venezuela pueda escapar rápidamente de control, con consecuencias catastróficas”. Una obviedad de la cual no se desliza ningún tipo de condena a un gobierno que ha atropellado y sigue atropellando los derechos humanos. Un país sin libertad de expresión, con presos políticos, sin separación de poderes, sin democracia.

Paradójicamente, desde que asumió su cargo ya se vio que la cosa no venía bien. Debutó con un discurso donde llamó al Consejo de $ Derechos Humanos a “tomar todas las medidas disponibles” sobre Venezuela y Nicaragua, omitiendo los párrafos dedicados a esos países. Después vinieron las aclaraciones. Que muchas veces se omiten párrafos, que había poco tiempo, que lo que vale es el discurso escrito. Pero las señales son las señales.

La oposición venezolana ha clamado por un viaje de la alta comisionada a ese país. Incluso, el gobierno venezolano la invitó formalmente. La respuesta de hace pocos días (a través de su vocero) mostró que “cada día puede ser peor”: Bachelet descarta un viaje en el futuro inmediato ya que “no tiene sentido visitar Venezuela si es que no se puede hacer algo”. El mundo al revés, porque precisamente “hacer algo” es ir a Venezuela.

Alguien podrá pensar que la naturaleza del cargo de Alto Comisionado obliga a no manifestarse y ano decir nada. Pero ello no es así. Bachelet está contrastando fuertemente con su antecesor Zeid Ra”ad Al Hussein, a quien Maduro insultó una y otra vez simplemente por las denuncias que hizo respecto al régimen. Uno de sus últimos improperios fue tildarlo de “una pieza del Departamento de Estado de Estados Unidos, enquistado como un tumor en el sistema de derechos humanos”.

La antecesora de Al Hussein, Navi Pillay, si bien fue más cauta, no trepidó en “condenar” una y otra vez la violencia del Palacio de Miraflores e “instar al Gobierno venezolano a velar por el respeto a la libertad de expresión y de reunión”. Bachelet, en cambio, señaló recientemente que “cualquier incidente violento con resultado de muertos o heridos debe ser sometido a una investigación independiente e imparcial para determinar si hubo un uso excesivo de la fuerza por parte de las autoridades o grupos armados”: Le faltó hablar de “presuntos” atentados a los derechos humanos. Ninguna condena a priori a un régimen que a todas luces viola los derechos humanos. El contraste de Bachelet con sus antecesores es similar al contraste del actual secretario de la OEA, Luis Almagro, con las pistolas de agua que usó José Miguel Insulza. A Almagro nadie lo puede tildar de derechista y sin embargo se ha jugado a fondo por la caída de Maduro, a diferencia de su antecesor. Así, sin proponérselo y sin acordarlo, Insulza y Bachelet en dos altos cargos y en dos períodos de tiempo distintos, han permitido darle respiración artificial a un régimen absolutamente degradado.

El 23 de febrero intentará llegar la ayuda humanitaria a Venezuela en lo que será una prueba decisiva para ver cómo sigue este culebrón. Su único fin no es paliar con aspirinas los males profundos de ese país, sino que extremar la tensión en las Fuerzas Armadas. Si estas no dejan pasar los convoyes quedarán peor de lo que están a los ojos del mundo. Si la dejan pasar, habrán desoído a Maduro y detonaría en poco tiempo la caída del régimen.

Paradójicamente, el destino ha puesto a Bachelet en una primera fila de esta crisis mundial. Pero las crisis no son el fuerte de Bachelet, y la imagen del teléfono blanco en la Onemi tras el terremoto de 2010 se viene rápidamente a la cabeza, Pero peor aún, porque además este caso está contaminado con un componente ideológico. Mal que mal para alguien como ella, pese a sus innegables credenciales democráticas, el peor insulto que pueda recibir es que la consideren al servicio del imperialismo.

 

Publicado en El Mercurio.

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