El fin de las certezas

14 de Marzo 2020 Columnas

El mundo está en vilo. Nadie sabe cómo puede terminar el coronavirus.

Algunos son optimistas: que ya va a pasar, que no es tan letal, que los chinos ya pudieron controlarlo. Otros son pesimistas: que los sistemas sanitarios no podrán dar abasto, que las muertes se contarán en cifras de más de siete dígitos. Sea cual sea el desenlace, ya es claro que el impacto económico será enorme. El mundo se ha comenzado a detener y los efectos en la actividad económica son insospechados. Su profundidad dependerá de la duración de la pandemia.

Y no hay dudas: el coronavirus nos ha llevado de vuelta a la realidad más propia del ser humano. Después de pasar décadas en un marco de certezas científicas y una seguridad sanitaria prolongada, no se pensaba que algún día podría ocurrir algo como lo que estamos viviendo. Había generaciones que no conocían la palabra pandemia. Parecía algo superado en el mundo.

Tras las trágicas pandemias de la antigüedad, el siglo XX conoció la gripe española de 1919, con cerca de 40 millones de muertos; la gripe asiática de 1957, con 4 millones de víctimas, y la gripe de Hong Kong en 1968, con 2 millones de víctimas. Pero el siglo terminaba convencido de que las pandemias se habían acabado. Que la ciencia ya había llegado a un punto tal que nunca más ocurrirían hechos como esos. El virus A(H1NI) fue una pequeña alerta, pero rápidamente superada. Salvo el senador Girardi, quien nos alertó de decenas de miles de muertos en Chile, todo fue controlado rápidamente y en todo el mundo “apenas” murieron algunos miles de personas. Pues bien, se reafirmó la convicción de que la ciencia dominaba las pandemias.

La seguridad científica con la que nos despertábamos en las últimas décadas tenía su paralelo en el ámbito de la política.

Habiendo dejado atrás trágicas dictaduras, el siglo XX terminaba convencido de que la democracia liberal y la economía social de mercado dominaban el nuevo mundo. Nunca más retrocederíamos. Nunca más nadie osaría discutir las bases del sistema imperante. Atrás habían quedado el muro de Berlín, las dictaduras y los experimentos totalitarios. Era el fin de la historia que Hegel había conceptualizado y que Fukuyama había anunciado. Tal como en la ciencia, en la política también estábamos a salvo.

Pero lo que estamos viviendo hoy en el mundo nos da cuenta de que ni la ciencia contiene las pandemias ni que la democracia contiene a quienes no creen en ella. Y si bien hasta ahora Chile vive más el segundo efecto que el primero, la mala noticia es que en pocos meses o en pocas semanas probablemente deberemos convivir con ambas pandemias.

Lo que hemos visto en estos meses en Chile ha sido la muestra más clara de que hay un grupo cada vez mayor que derechamente no cree en la democracia. Narcotraficantes que entregan plata para salir a protestar (de acuerdo al alcalde socialista de Pudahuel), calles en manos de pandillas, y un apoyo a la violencia que cesa por cuentagotas. Y si el Gobierno no ha tenido el liderazgo para conducir, un grupo grande de la oposición ha dado muestra de su total desafección por la democracia y complicidad con la violencia. La última señal de aquello es el intento de inhabilitar a Piñera ¡por incapacidad mental!, una muestra de que estábamos equivocados en pensar que las vacunas de la racionalidad nos tenían inmunes.

Ya no discutiremos matices del modelo, ya no buscaremos perfeccionarlo, hacerlo más justo, sino que volveremos a escuchar los cantos de sirena, las soluciones mágicas, las utopías, las ciudades prometidas. Como tantas veces en la historia. Y probablemente volveremos a ver cómo ellas terminan siempre en tragedias. Pero será difícil de controlar la pandemia del populismo, tal como está siendo difícil controlar la pandemia de la violencia. Y si bien esta tendencia es mundial, de pronto y sin saberlo, tal vez nos hayamos transformado en el Wuhan de la política.

La peste era para los antiguos un castigo de la divinidad, ya fuera del drástico Apolo, ya sea de un Dios padre enojado con quienes le han dado vuelta la espalda. La tiranía era la consecuencia de la degradación política y del ensalzamiento del pueblo a quienes se mostraban como salvadores de los males. Y no por casualidad ambas han coincidido siempre con profundas crisis económicas, con guerras y otros desastres. Pues bien, Chile deberá combatir ambas pestes. Y es preciso intentar aislar y contener antes de que sea demasiado tarde.

Publicada en El Mercurio.

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