El desafío de fondo: la segunda transición

28 de Enero 2018 Columnas

Si Ud. es de aquellos que piensa que Sebastián Piñera no escucha, tendrá que admitir que esta vez los hechos lo desmienten. ¿Cómo si no explicar el discurso y los gestos de unidad nacional, el diálogo con los partidos, la ausencia de promesas desmedidas, y un gabinete con evidente tonelaje político? Lo que habría que preguntarse es si estos cambios, que operan a nivel de técnica política, son suficientes para trascender y dejar un legado, precisamente lo que el electo Mandatario no logró en su primer intento. La respuesta es no. Pero si agregamos buenas políticas públicas —dirá Ud. —, como las anunciadas en torno a inversión, empleo, modernización del Estado, pensiones, Carabineros y Sename, por ejemplo, entonces sí. Tampoco. Y es que ni la técnica política ni las políticas públicas son suficientes para dejar la huella con la que figuras como Gorbachev, Thatcher, Mandela y el propio Patricio Aylwin marcaron a sus países. Todos ellos recurrieron a algo más profundo: la política —la política con mayúsculas—, y desde ella pudieron conducir con éxito las transiciones que les tocó enfrentar en su tiempo.

Piñera tiene razón cuando ha dicho aunque suene como consigna de campaña que quiere encabezar una segunda transición, porque el desequilibrio social que venimos experimentando hace ya varios años es un reflejo de ese conflicto de valores que subyace a toda transición, la misma que él no vio en su primer gobierno y que Bachelet vio y no supo conducir bien en su segundo mandato. Y también tiene razón Piñera cuando, en su discurso del martes usó por primera vez la palabra progreso —que es mucho más que crecimiento económico, dijo—, porque si en algo consiste esta llamada segunda transición es en alcanzar un consenso ciudadano sostenible en torno a lo que entendemos por progreso, es decir, qué tipo de país queremos tener.

Dos corrientes submarinas y viento en la superficie Entender las raíces y alcance de esa transición resulta clave para poder conducirla, y todo parte de esos cambios sociales que están a la vista: el poder adquisitivo de la familia promedio chilena se cuadriplicó en el último cuarto de siglo; tres de cada cuatro estudiantes de la educación superior son la primera generación de sus familias en acceder a ella; y el acceso a las tecnologías se ha masificado en unos pocos años. El resultado de esto es una clase media emergente que hoy llega a los dos tercios de la población, orgullosa de sus propios logros y empoderada.

Ese orgullo es representativo de una primera corriente submarina que atraviesa nuestra sociedad: la modernidad. Fenómeno característico de países que se acercan al desarrollo, en que una porción relevante de la población atribuye su progreso al esfuerzo propio y sus problemas a aquello que recae en el ámbito de lo público. La persistencia de los padres por preferir la educación particular subvencionada y la selección, pese a las reformas de Bachelet, es expresión de esta corriente, lo mismo que, en parte, el resultado de la segunda vuelta, cuando muchos sintieron amenazados esos logros personales.

Ese empoderamiento es representativo de una segunda corriente submarina: el antielitismo. Fenómeno que no es propio de Chile pero que se exacerba en un país como el nuestro, con altos niveles de desigualdad pese a su desarrollo, y en que existe la sensación de abuso por parte de quienes tradicionalmente han ostentado el poder: políticos y empresarios —que muchas veces se perciben coludidos—, en detrimento de las personas de esfuerzo. El discurso en contra del “modelo” o la demanda por una nueva Constitución son expresión de esa corriente, lo mismo que, en parte, el resultado de la primera vuelta, en que muchos votaron —y vienen haciéndolo desde hace ocho años— por la renovación del sistema.

Con todo, ese orgullo y empoderamiento conviven con la fragilidad de un ingreso familiar demasiado dependiente aún de factores exógenos al esfuerzo propio, lo que hace que sean a veces opacados por la búsqueda de seguridad y protección estatal, introduciendo vientos que hacen que las aguas se muevan veleidosamente en la superficie, pese a lo que dictan las corrientes submarinas.

Sí al debate y no a la letra chica Toda esta mezcla de corrientes y vientos es una metáfora para ilustrar el conflicto de valores que caracteriza al Chile actual, y que sustenta la tesis de que vivimos una transición en la que está en discusión lo que entendemos por progreso. Aquí es donde yace el gran desafío del próximo gobierno, que es eminentemente político y que exige sostener una reflexión en torno a dos preguntas.

La primera: ¿Cuál debería ser ese consenso sobre el tipo de país que queremos? Develarlo es parte del trabajo que viene, pero como condición fundamental debe hacerse cargo de las dos corrientes submarinas y de los vientos antes descritos. Para enfrentar la modernidad más modernidad, es decir, crecimiento y trabajo. Para el antielitismo, más espacio para lo público, para el encuentro, para empatizar unos con otros. Y para la fragilidad, ciertas seguridades básicas que disminuyan los temores de una clase media que ya tiene incorporado el valor del esfuerzo personal, pero que requiere un apoyo en materia de vejez, salud y financiamiento de la educación superior.

Y la segunda pregunta: ¿Cómo avanzar hacia ese consenso? No hay que olvidarse de que la transición supone un conflicto de valores, y que los que surgen de la pregunta anterior son tres: esfuerzo personal (para crecer), inclusión (para encontrarnos en el espacio público) y solidari dad (para brindar seguridad en la fragilidad).

Instalar este conjunto de valores en las mentes y corazones de los ciudadanos requiere debatir de frente, como Aylwin y Lagos lo hicieron en su tiempo. Lo contrario de esto es la letra chica, que elude el debate, y que marcó el primer gobierno de Piñera.

Aquí llegamos de vuelta, sin embargo, a la expresión más visible del desafío. Y es que más allá de las señales favorables vistas en las últimas semanas, hay todavía un difícil camino de aprendizaje para el nuevo Presidente y sus colaboradores. Uno que significa darle espacio a la reflexión y no solo a la acción, a la transformación y no solo a la gestión, al avanzar con otros y no solo al avanzar rápido, al involucramiento y al debate y no solo a la decisión y la ejecución. Solo así será posible conducir exitosamente una transición, que pondrá al país en la senda de un progreso sostenible y a Piñera en ese espacio sagrado de la historia al que solo acceden los grandes estadistas.

Publicado en El Mercurio

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