17 de Diciembre 2017 Columnas

El 20 de enero de este 2017 fue un día especialmente significativo en el escenario mundial. En Washington tomaba posesión el actual Presidente estadounidense, Donald Trump. Pese a su intenso y acalorado discurso, la agenda de los días siguientes no estuvo necesariamente marcada por sus lineamientos, sino más bien por las declaraciones que rodearon el acto. Sólo un par de días más tarde, Kellyane Conway – consejera del Mandatario- daba una entrevista a NBC en que se le pidió aclarar la cifra entregada por el secretario de prensa de la Casa Blanca respecto al número real de asistentes al evento.

Conway no dudó en respaldar la versión oficialista. Sin embaído, ante la presión del periodista Chuck Todd, la consejera, visiblemente incómoda, terminó argumentando que en la Casa Blanca disponían de “hechos alternativos”. Esta declaración, algo surrealista, fue relacionada en las redes sociales con los métodos orwellianos del Ministerio de la Verdad. Esta última institución, por cierto ficticia, se encontraba en la novela clásica “Mil novecientos ochenta y cuatro”, libro que se transformó en el más vendido en Estados Unidos en sólo dos semanas.

La anécdota yanqui es recordada por Miquel Beiga al prologar una reciente compilación de ensayos del propio Orwell (Debate 2017). En su mirada, la combinación de Trump y Orwell habría terminado por popularizar el concepto de posverdad, entendiéndola como aquella preponderancia de las emociones y Pedro Fierro Zamora Director de Estudios Fundación Piensa y académico UAI ciencias personales por sobre la realidad. Así, los “hechos alternativos” no serían más que eso, una mentira disfrazada de verdad o una verdad a medias (como diría Ricardo Hepp, presidente de la Asociación Nacional de Prensa).

Hasta acá, sería difícil desconocer que el enfrentamiento de la mentira se ha hecho algo más complejo con el crecimiento exponencial de nuevas plataformas digitales. Los mentes, los posteos de twitter y tos mensajes de WhatsApp se han transformado en herramientas tanto de información como de desinformación lo que abre un nuevo flanco en la tan estudiada -y conflictiva- relación entre nuevas tecnologías y el involucramiento ciudadano.

Sin embargo, los textos de Orwell nos ayudan a entender que no sólo la mentira representa un desafío en la era de la posverdad. Lo hacen también Ios eufemismos, los nucos retóricos el uso inagotable de metáforas prefabricadas y las expresiones pomposas. Todo aquello que nos aleja de lo cotidiano, de la realidad, del lenguaje claro, preciso y popular. En palabras de Oscar Landerretche, hablamos del mido. Y es que, independiente de los tantos problemas identificados por el economista, el mido imposibilita cualquier intento de diálogo. La mayoría de las veces, la contaminación del mensaje nos lleva a un verdadero debate de trincheras y, a lo más, a algunas interacciones políticamente correctas basadas en la mera tolerancia. Una de las consecuencias de la posverdad, en consecuencia, es que impide el intercambio de ideas sincero. No puede haber respeto cuando se discute en tomo a hechos alternativos, en tomo a consignas o en tomo a ruidos.

En resumen, debemos ser conscientes de que la prescindencia de las ideas -finalmente se n ata de eso- no tan sólo daña la institucionalidad, sino que también las relaciones humanas y en último término, la democracia.

La prescindencia de las ideas no tan sólo daña la institucionalidad sino que también las relaciones humanas y, en último término la democracia.

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