- Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
- Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
- Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
- Periodista y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
Volver al Colegio
Gonzalo Serrano
El festival de Viña del Mar, decía un chiste, es la cuenta regresiva del inicio de clases y así fue. Se agotaron las gaviotas, se apagaron las luces, se vació la Quinta Vergara, terminó el chiste de la ensalada (gracias a Dios) y no quedó más que prepararse para regresar al colegio.
En mis tiempos, volver a clases era distinto. Rara vez uno tenía contacto con los compañeros durante el verano, no porque uno viajara, como algunos hacen ahora, al Caribe, Brasil o USA, por el contrario, con suerte unos días en el sur o en la casa de un tío en Santiago. Lo que ocurría era que uno se relacionaba con los amigos del barrio. A veces coincidían con los del colegio, pero lo normal era que uno se despedía en diciembre y no sabía nada de ellos hasta marzo.
La semana anterior, la negación. La comprensión de forma traumática de que el tiempo es relativo y el cuestionamiento de por qué febrero tiene que ser tan corto.
Los días antes, la obligación de empezar a madrugar y dejar de levantarse tarde para acostumbrar al cuerpo, cuestión que jamás resultaba. No había forma de no llegar somnoliento el primer día.
En la cuenta regresiva de la semana anterior, nada más desagradable que dejar de jugar para probar cómo nos quedaba el uniforme, peor aún, tener que ir a comprarlo. Eran otros tiempos, mucho antes de que las multitiendas empezaran a promocionar los uniformes en noviembre. Todo se resolvía pocos días antes en la Avenida Pedro Montt o en la calle Valparaíso. Mientras los papás revisaban los precios de los uniformes, los niños arrastrábamos los pies con cara de haber sido secuestrados.
Como todo era más simple, las clases comenzaban el lunes. Nada de bienvenida jueves o viernes o de fotógrafos a la entrada del colegio. Todo se acababa el domingo y esa tarde se cernía sobre nosotros como una tempestad. Qué difícil describir esa sensación de pesar que aqueja los domingos por la tarde.
Algo de optimismo surgía al armar la mochila en la noche. Lápices y cuadernos nuevos que se guardaban con la ilusión y promesa de que esta vez sí íbamos a ser ordenados. Pero los títulos en colores, los subrayados y la buena letra, como la tapa del lápiz, duraban poco. Al rato la mano se cansaba y empezábamos a escribir igual de mal que antes, incluso peor. Había que volver a formar el callo que hacía el lápiz Bic en el dedo índice para retomar la letra de antes. Ya en la educación media, todo este esfuerzo tenía poco sentido, siempre iba a ser mejor estudiar del cuaderno de una compañera matea y ordenada. El de uno, en cambio, estaba lleno de garabatos, en mi caso, cientos de insignias de Wanderers, con S, sin S, con estrellas, sin estrellas, etc.
La llegada de ese primer día era la única vez en el año que se hacía con cierto orden. La mayoría arribaba antes o a la hora. Muchos bien peinados y todos bien uniformados. Infaltable el llanto desesperado de un niño pequeño que sentía que lo llevaban al matadero. También estaban los nuevos, muy tímidos, intentando de forma infructuosa pasar desapercibidos, siendo que todas las miradas se concentraban en ellos.
Quizás lo mejor era ese primer recreo, cuando uno podía, por fin, ponerse al día. Ir al quiosco y comer lo que uno quisiera, sin saber que existían las calorías, menos los sellos. Un berlín de manjar, una empanada de queso o una coca cola, daba lo mismo que fuera temprano, había que comer rápido y después a jugar fútbol. Esto, hasta que le llegara un pelotazo a un niño, un profesor o se rompiera un vidrio. Jugar con una pelota tenía los días contados, luego la requisaban y las prohibían, no quedaba otra que armar la “pichanga” con una botella de plástico o con cualquier otra cosa que se pudiera patear. Al terminar el día llegábamos a almorzar a la casa, no había jornada escolar completa. Ahí nos trataban de interrogar y respondíamos con monosílabos qué habíamos hecho. Había que cuidar la reputación, decir que seguíamos odiando el colegio y que ya queríamos que volvieran las vacaciones, aunque, en el fondo, estábamos contentos. Publicada en El Mercurio de Valparaíso.