“Estamos mejor que hace dos años”. La afirmación presidencial ha sido alimento para innumerables comentarios. Ella es desconcertante cuando el Estado (de un país con un per cápita ajustado de 24.000 dólares (!)) es incapaz de cumplir con su deber correlativo al derecho más básico a la educación de miles de niños hoy sin cupo en ninguna escuela; en que tantas personas buscan infructuosamente trabajo; y la delincuencia y crimen organizado campean. Pero tiene una cierta lógica: siendo el adjetivo comparativo de “bueno”, “mejor” adquiere sentido mediante comparaciones. Así que, si se escoge un umbral de comparación bajo, se puede estar mejor y simultáneamente muy mal. El paciente terminal puede estar mejor que el día anterior y morir al día siguiente. Además, si lo que se compara son conjuntos de elementos disímiles con ponderación indeterminada, cualquier resultado es posible.
Que muchos de los que hoy ocupan posiciones de poder –alguno notoriamente esforzándose por “habitar” el cargo– sean parcialmente responsables de que el umbral de comparación sea tan malo, dificulta aceptar el mérito reclamado. Pero como sea, supongo que no hay que entender la aserción rigurosamente, sino que como una invitación a, generosamente, mirar el vaso medio lleno, como el propio Presidente sostuvo. Indudablemente el optimismo es una disposición importante en la vida y muchas veces también un bien escaso. Se echa tanto en falta que se ha desarrollado toda una industria de autoayuda que comercia con sus variaciones (desde la ataraxia estoica, al piensa positivo, pasando por las ondas thetas de la meditación) para cubrir una demanda insaciable (y es que la anima el deseo que, a diferencia de la necesidad, es infinito). Pero el optimismo no es siempre una disposición apropiada. Al menos no al evaluar algunas realidades. De hecho, los pacientes que evalúan con mayor precisión su estado de salud objetivo, ese que se decreta mediante exámenes y médicos, son los pesimistas (lamento darle esa mala noticia).
Suponiendo honestidad, capacidad de análisis, y que no hay autoengaño, el “estamos mejor” presidencial expresa quizás una pretensión ingenua e infundada que ha hecho carrera en una generación criada bajo interpretaciones voluntaristas y erradas (que han proliferado en algunas facultades universitarias y programas de coaching) de la teoría de actos de Searle: que el lenguaje genera realidades. Es correcto (ahora con Austin) que con las palabras hacemos cosas. Si, dadas ciertas condiciones, digo “sí, quiero”, cambio mi estado civil. Pero de ello no se sigue que cambiando voluntaristamente las palabras que empleamos modifiquemos la realidad. Tal como el misógino no deja de serlo porque se refiere de modo educado a las mujeres, la sociedad no deja de estar mal porque decimos que “estamos mejor”. El realismo mágico funciona en la literatura, no en la administración del Estado.
Publicada en La Segunda.