Tiempos turbulentos

11 de Noviembre 2019 Columnas

“Las reformas oportunas se hacen apaciblemente, en tanto que las reformas tardías se imponen en estado de irritación. En ese estado de cosas, el pueblo no reconoce nada respetable en el Gobierno. Solo ve el abuso y nada más. Pasa a ser un populacho enardecido por los desórdenes de una casa de mala fama. No trata de corregir o regular, sino que pone manos a la obra en la forma más simple: demuele la casa para acabar con la molestia”.

Esto no fue dicho esta semana. Ni la semana pasada. Fue dicho en el siglo XVIII por Edmund Burke. Y si bien parece tener similitudes escalofriantes a lo que estamos viviendo, también tiene evidentes diferencias. Afortunadamente.

La pregunta de cómo llegamos a esto lleva 3 semanas intentando contestarse. Y pasarán varios años antes de que la respuesta sea completa. Hasta que entendamos el fenómeno en su totalidad. Hasta que dimensionemos bien los hechos.

La evolución de esto ha sido pasar de la violencia inicial de los atentados al Metro y los saqueos a la masividad de aquel viernes 24, a la violencia nuevamente, pero —esta vez— selectiva y minoritaria.

La protesta del millón de personas requería medidas, reformas y cambio de gabinete. El cambio ocurrió y las medidas y reformas se están haciendo. Lo que era impensado hace un mes, hoy ha ido siendo consensuado. Y en buena hora. Porque peor que este escenario sería un estado de guerra en el propio Congreso. Pero eso no ha sido así del todo.

Hay un sector de la oposición que ha colaborado y, en el fondo, ha impuesto sus demandas. Otro sector —el Partido Comunista y gran parte del Frente Amplio— ha quedado desnudado en su poco apego a la democracia. El Gobierno, por su parte, con el buen tono y el buen tino de los nuevos ministros, acompañados de la anémica fuerza que hoy tiene, ha ido entregando punto a punto las materias que nunca pensó entregar.

Las medidas hasta ahora son significativas y su impacto puede terminar siendo menor que el haber mantenido el statu quo. Ahora el desafío es lograr “convencer” a una mayoría de hasta dónde es posible llegar. Hasta dónde la plata alcanza, hasta dónde los efectos pueden ser nocivos y hasta dónde los atajos pueden costar demasiado caros.

En el intertanto, es obvio que el corto plazo para la economía es oscuro. La magnitud de los efectos estará en directa relación con la duración del evento sísmico. Y los efectos de mediano plazo estarán en directa relación al daño estructural que él deje.

En materia política, la nueva Constitución es el resumidero de muchos sueños. Pero pensar que ella arreglará los problemas es una ilusión. Más aún cuando la Constitución debiera ser un marco en el que jueguen gobiernos de derechas y de izquierdas sin estar sometidos a una mayoría circunstancial. Recuerdo que cuando se iniciaba el tema constitucional, hace unos 10 años, uno de sus impulsores me decía que había que amenazar con la Asamblea Constituyente para lograr modificar las tres cosas que eran necesarias cambiar: el binominal, el Tribunal Constitucional y las leyes de quorum calificado. La derecha miopemente se negó a hacer esas modificaciones y hoy la lista se amplió y parece no tener fin.

La discusión constitucional hoy es inevitable. Y su resultado, más allá del efecto simbólico —que puede ser importante— es necesariamente acotado (para no considerar los casos negativos que abundan en la región). Hoy, el camino lógico debiese ser el Congreso, con un resultado que debe ser sometido a un plebiscito para que le dé legitimación.

La violencia es el otro elemento. Acá la estrategia ha sido clara. Coordinada o no, y al fragor de las redes sociales, lo que se ha buscado es meter miedo. Pero, ¿cuántos son los violentistas? ¿Diez mil?, ¿veinte mil? Son aquellos que nunca quedarán satisfechos con nada, son aquellos que como decía Burke, quieren destruir la casa.

El problema es que en el mundo de las redes sociales no solo quedan al descubierto los excesos o los condenables atropellos a los derechos humanos de los Carabineros. En el mundo de las redes sociales también quedan impedidos de hacer uso de la fuerza legítima y proporcionada para impedir un acto vandálico.

Ponerse de acuerdo de cuándo es legítimo que la policía pegue un palo y cuándo es legítimo que la policía dispare es una pregunta incómoda, pero necesaria en toda sociedad. Desde luego, hay una parte de la respuesta que es obvia: no puede ser en el marco de una manifestación pacífica. Pero si están atacando una comisaría, quemando un supermercado o desvalijando un hotel, su respuesta no es obvia y requiere de un consenso mínimo.

Lo que es claro es que sin orden no hay democracia. Y sin democracia no hay libertad.

La gran distinción del Chile actual de las sociedades como las descritas por Burke es que la nuestra es una sociedad de clase media. Donde más allá de las alzas de costo de vida y las irritantes desigualdades, mayoritariamente no se busca destruir el modelo, sino que participar de una manera más justa en él. Mal que mal, en el mundo ya no compiten dos modelos. Existe uno solo, en el que los grados de “Estado” y “mercado” varían, en el que los grados de regulación e impuestos son diferentes.

Platón, que no era un entusiasta de la democracia, pensaba que el problema de la democracia era que terminaba degradándose, y que cuando ello ocurría siempre aparecía el “paladín del pueblo”, el que tiene la solución fácil, pero que siempre termina —tras su moderación inicial— convertido en un tirano. Hoy es eso lo que la sociedad chilena debe evitar. Y el tirano del siglo XXI se llama extrema izquierda, extrema derecha y se llama populismo.

Publicado en El Mercurio.

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