Pase lo que pase el 17 de diciembre, el proceso constituyente como tal llega a su fin. Nadie tiene la voluntad ni las ganas ni el capital para promover una tercera instancia con las características que han tenido los dos últimos, es decir, con órganos especialmente elegidos con el propósito expreso y exclusivo de redactar una nueva carta magna. Nadie.
A algunos les conviene inflar -o derechamente distorsionar- las declaraciones de dirigentes comunistas, picados a rabiar porque el modeló no cayó como aseguraron en el fragor del estallido social, sugiriendo que la discusión sobre las bases de nuestra institucionalidad no se ha cerrado y que el pueblo movilizado se reserva el derecho de activar un nuevo momento constituyente cuando lo estime pertinente.
Pero estas declaraciones son superfluas o bien no tienen dientes. Superfluas porque, en rigor, la discusión sobre las vigas centrales de nuestra convivencia política no se cierra nunca. Es un debate continuo, cuya sede es el Poder Legislativo en uso de sus facultades de reforma. No tienen dientes porque, atendida la realidad, no hay combustible para exigirle a la sociedad chilena otro esfuerzo adicional después de dos farras constituyentes, pandemia mediante, y una crisis concreta de orden público e incertidumbre económica.
El momento constituyente, propiamente tal, se acaba en el próximo plebiscito. Esto resulta evidente si gana la opción A Favor: el proceso se cierra con una novísima constitución validada en democracia. Pero también es evidente si gana la opción En Contra: nos quedamos con la Constitución vigente, que para todos los efectos prácticos se emancipa de su origen. No sólo habrá demostrado porfiada resiliencia ante el embate de dos propuestas de distinto signo ideológico -la “más progresista del planeta” y la “Kastitución”- sino que además aflojó en el camino todos los cerrojos que por tanto tiempo la hicieron “tramposa” (quórums exageradamente altos, sistema electoral binominal, composición conservadora del TC, etcétera).
Lo ideal, por supuesto, habría sido un cierre explícito y no implícito. En esta misma columna propusimos alguna vez que las alternativas que ofreciera la cédula de este segundo plebiscito de salida no fueran a favor o en contra de una propuesta, sino una elección entre dos textos. En este caso, entre la propuesta que elaborara el Consejo y la Constitución vigente. Si se hubiera impuesto la segunda, habría quedado expresa y democráticamente ratificada. Ahora solo quedará implícitamente ratificada.
En resumen, ninguna de las dos campañas puede atribuirse en exclusiva el argumento del cierre del proceso. En ese sentido, no se sacan ventaja. Es cierto que si gana el A Favor habrá que meterle mano en el Congreso (versión derechista del Aprobar para Reformar), pero eso también es cierto si gana el En Contra, pues hay que hacerse cargo de los engranajes oxidados y bisagras vencidas de la constitución actual (versión izquierdista del Rechazar para Reformar). Pero ninguno de estos procesos es constituyente en el sentido al que nos acostumbramos desde el acuerdo del 15N.
La campaña del A Favor insistirá en que sólo aprobando el nuevo texto tendremos estabilidad. Pero ese también es un argumento controvertible. ¿Qué estabilidad política tiene un sistema cuyas reglas estructurales son aplaudidas por unos y repudiadas por otros? Esta es la mala noticia para la derecha y el empresariado que apoya la propuesta del Consejo: no hay resultado estable en el tiempo si el bando vencido queda con sangre en el ojo, esperando el momento de la revancha. Esa es otra razón por la cual era mejor tener un acuerdo constitucional transversal: cuando no hay humillados, cuando todos sienten que ganaron algo, aunque sea un magro empate, puedes dormir tranquilo.
Lo mismo puede decirse de otro argumento que esgrimen los partidarios del A Favor: la reducción de la incertidumbre. ¿Qué reduce más la incertidumbre: quedarse con reglas conocidas o implementar un nuevo orden jurídico? Es cierto que el margen de innovación institucional que propone el Consejo es mucho menor que el que nos ofrecía la Convención, pero aun así contempla una docena de órganos, burocracias y modificaciones legales cuya puesta en práctica anticipa, según distinguidos juristas, “un colapso normativo a un año plazo”. Curiosa forma de reducir la incertidumbre.
Esto no quiere decir que un triunfo de la opción En Contra sea sinónimo de estabilidad y certidumbre. Esas dos nobles pretensiones dependen de una combinación de factores, donde la Constitución juega un rol limitado. Ningún texto servirá, por técnicamente impecable que sea, si el factor humano de nuestra política sigue jugando a la carrera armamentista, por ejemplo.
Pero al menos queda claro que algunos de los argumentos favoritos del A Favor (cierre, estabilidad, certidumbre) están lejos de ser privativos de una de las dos opciones, y que, por el contrario, podrían ser incluso eslabones más débiles de imponerse la propuesta del Consejo.
Publicada en ExAnte.