Terminar con las sorpresas

3 de Abril 2022 Columnas

Señor(a) elector(a) de Gabriel Boric: ¿Habría votado por el actual Presidente sabiendo que finalmente iba a borrar con el codo lo que escribió con la mano? Me refiero a acciones como promover a su pareja en el rol de primera dama, el mismo cargo que había despreciado anteriormente y que Irina Karamanos había asegurado, no iba a asumir.

¿Habría votado por él consciente de que iba a despreciar a los diplomáticos de carrera y, en su reemplazo, elegiría a Bárbara Figueroa como embajadora de Chile en Argentina, a Paula Narváez como representante de la ONU y a su amigo Javier Velasco en España, siendo que durante su candidatura condenó el amiguismo en la designación de cargos?

De igual forma, ¿habría votado por el magallánico a sabiendas de que no tenía (y aún no tiene) definida la lista completa de SEREMIS para la región de Valparaíso? Y que, además, entre los primeros elegidos figura nada menos que Romina Maragaño, que tiene un sumario en la Municipalidad de Valparaíso por desórdenes administrativos.

No se confunda, el problema no es solo de Boric. Uno de los lemas del primer gobierno de Sebastián Piñera era que iba a ser el gobierno de los mejores. Después supimos que se refería a sus mejores amigos y parientes.

A propósito de embajadores y embajadas, Daniel Matamala recordaba la semana pasada que Piñera cometió los mismos gafes de Boric en la elección de sus embajadores. Pablo Piñera, hermano del presidente, fue designado un 19 de abril y dejó el cargo el 28, no alcanzó a cruzar la cordillera ni a comerse una media luna antes de ser removido. Y es que, para la opinión pública, una cosa era aceptar a su primo a Andrés Chadwick y otra muy diferente nombrar al hermano como embajador.

¿A dónde voy con todos estos ejemplos? La experiencia señala que desde Fernando VII, exceptuando a Bernardo O´Higgins y Augusto Pinochet, ningún gobernante puede actuar solo. Para ejercer el cargo en propiedad se requiere de un grupo de asesores, ministros, subsecretarios, delegados y seremis.

El problema es que, hasta la fecha, esto se ha transformado en una caja de sorpresas. Días antes de asumir, la prensa comienza a especular con nombres, los analistas hacen apuestas y los políticos retirados hacen mandas para volver a escena.

¿No sería más lógico, fácil y transparente que dejemos de pensar en los candidatos como figuras excluyentes y ellos empiecen a hacer campaña teniendo claridad con quiénes gobernará, quiénes serán sus principales ministros? Una práctica de este tipo disminuiría el margen de error, la insatisfacción y podría aumentar los apoyos.

Muchos de los que no votaron por Boric quizás lo habrían hecho si hubiesen sabido que Mario Marcel iba a ser su ministro de Hacienda y que Daniel Jadue se quedaría en la Municipalidad de Recoleta. En la vereda opuesta, aquellos que se negaron a votar por José Antonio Kast por considerarlo extremadamente conservador, podrían haber cambiado su postura si hubiesen sabido que algún rostro ponderado asumía en alguna cartera.

Obviamente, detrás de cada candidatura hay fuerzas políticas que están bregando por llevar agua a su molino, viejos caudillos que luchan por imponer su muñeca política, promesas pendientes que deben ser cumplidas en la designación de los cargos. Quizás el mejor ejemplo sea el de la misma Narváez, a quien nunca la vimos cómoda con la candidatura a la presidencia. El mal cálculo de algunos, el excesivo optimismo de otros y el voluntarismo de que Michelle Bachelet podía determinar el resultado de la siguiente elección llevó a Narváez a un lugar donde nunca quiso estar. Su sacrificio hoy se ve recompensado con una embajada en la ONU.

Junto con este problema, nos encontramos con otro aún más grave. Los mejores, esos que se suponía iban a gobernar con Piñera, aunque le duela a la ministra Izkia Siches, se mueven según las leyes del mercado donde impera la oferta y la demanda. Ser parte del aparato estatal implica, desde la designación, exponerse en las redes sociales, ser objeto de un bulling irracional, comulgar con una serie de malas prácticas propias de la burocracia estatal y dejar un trabajo estable, muy bien remunerado, por otro que puede durar un día y, en el mejor de los casos, cuatro años. Hay excepciones, esos que están dispuestos a pagar este costo y asumir el riesgo por el orgullo que representa ser un servidor público. Para otros, en cambio, trabajar en el gobierno de turno es su única opción, su leitmotiv de pertenecer a un partido político, de estos es la lucha que estamos observando en estos días.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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