Spirituali militum curae

8 de Julio 2019 Columnas

Las librerías de textos antiguos son espacios extraordinarios. Como perros abandonados, se encuentran ejemplares que fueron desechados por sus dueños, ya sea por ignorancia, desidia o necesidad. Si uno no tiene un librero de confianza, cuesta encontrar obras verdaderamente valiosas a precios razonables. Hace poco di con un libro que no sé si era valioso, ni tampoco si te- nía un precio razonable, pero cuyo título me parecía irresistible: “El recreo del soldado chileno” de José Bernardo Suárez, impreso en Valparaíso, en las Librerías del Mercurio de Orestes L. Tornero en 1877. Un texto útil, necesario y económico para la instrucción y moralidad del ejército, como lo recomendaba el Ministerio de Guerra.

Entre los múltiples y variopintos capítulos, figura uno referido a la actitud que debía tener el soldado frente a los sacerdotes: “Se debe respeto a los ministros de Jesucristo, pues se han dedicado a la predicación del Evangelio y al consuelo de los demás hombres. Todos debemos, pues, respetarlos, no solo por sus buenas obras, sino también por el carácter elevado que invisten, por el estado que han abrazado, y porque representan la divinidad sobre la tierra. Cualesquiera que sean sus trajes y sus maneras, jamás debe el soldado reírse de ellos ni hacerlos objeto de sus burlas; es querer pasar por ignorante el reírse de una cosa porque jamás se ha visto; y burlarse de los sacerdotes es faltar a toda decencia y proceder como el más ignorante”.

Aunque el autor se refería a los problemas que podían surgir por la falta de conocimiento del soldado respecto del rol de los sacerdotes, lo cierto es que su acción junto a los ejércitos era tan antigua en Chile, como la llegada de los conquistadores. Su labor se fue consolidando con el paso del tiempo y tuvo su punto más relevante durante la guerra del Pacífico. Justo dos años después de que se publicara la obra de Suárez, los capellanes se ofrecían voluntariamente para ir a acompañar a los soldados rumbo al norte. A inicios de marzo, las páginas de El Mercurio de Valparaíso consignaban, por ejemplo, que los presbíteros don Ruperto Marchant Pereira y don Florencio Montecilla se habían ofrecido gratuitamente al Ministerio de Guerra para capellanes del ejército: “Los dos saldrán el próximo sábado para dirigirse a Antofagasta”.

El rol de los sacerdotes fue clave durante y después de la guerra, en el proceso de ocupación del norte. Por eso no es de extrañarse las extraordinarias condiciones que acordó el Estado chileno con la Santa Sede en 1911. El servicio religioso del Ejército y la Armada quedaba a cargo de un sacerdote nombrado por ambas entidades, que asumía como Vicario General Castrense, con el cargo y prerrogativas correspondientes al grado de general de brigada y con un sueldo de 8 mil pesos al año. El cuerpo de capellanes, de cerca de 12 miembros, quedaba a cargo de un capellán primero del Ejército con grado de mayor y uno de la Armada con grado de capitán de corbeta, ambos con un sueldo anual de 4 mil pesos.

Fue esta la estructura que se mantuvo en el tiempo y que hoy ha sido objeto de debate. Sin duda que los montos globales que esto implica, cerca de 1. 200 millones de pesos al año, suenan desproporcionados para un Estado lleno de precariedades y llaman a hacer una revisión de prácticas propias del siglo pasado.

No obstante, hay que ser cuidadoso, en el sentido de respetar las tradiciones y las creencias. Aquellos que ingresan a las Fuerzas Armadas lo hacen conscientes de que deben estar dispuestos a dar su vida por la patria. Esto implica un sentido de trascendencia muy distinto al que puede tener un agnóstico o un ateo. Esa perspectiva de la vida requiere de una asistencia espiritual permanente que puede ser católica, protestante, evangélica, mormona, etc., por lo que el Estado debe preocuparse de proveer los medios para que cada uno pueda dar curso a su religión.

Esto no quita que haya que modificar algunas de las leyes que restrinjan el hecho de que los sacerdotes tengan grado y que pongan coto a los elevados sueldos que estos reciben. Lo primero, porque una relación jerárquica implica una subordinación que rompe las confianzas que deben existir entre un pastor y sus feligreses. Y, lo segundo, porque la perfección que exigía Jesús a sus apóstoles implicaba alejarse de las riquezas económicas. No deben olvidar, como recordaba Suárez al inicio, que ellos representan la divinidad sobre la tierra.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

Redes Sociales

Instagram