- Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
- Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
- Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
- Periodista y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
Sopa de tortuga
Gonzalo Serrano
Hace unos días, Segismundo en su columna Reloj de Arena recordaba que entre la variada oferta gastronómica que presentaba el puerto de Valparaíso a viajeros y comerciantes destacaba la nutritiva “Sopa de Tortuga” y los efectos afrodisiacos que se le atribuían.
Sin duda, más de algún porteño, ansioso por validarse en un mundo de “machos recios”, quiso recurrir a cualquier medio para salvar su honor, pero lo cierto es que se trataba de un plato bastante sofisticado que hasta hace poco se ofrecía en los mejores restaurantes del mundo.
Uno de los primeros avisos que encontramos en este diario es de fines de 1833 y corresponde a la fonda Marine Hotel de Santiago French, que ofrecía sopa de tortuga (Mock Turtle) desde las once de la mañana, que era la hora en que las personas comenzaban a almorzar en aquellos años. A propósito de los cortes de luz, cuando no existía la electricidad, había que aprovechar la primera luz de la mañana para trabajar, lo que hacía que tanto el almuerzo como la cena fueran bastante antes de lo que nosotros estamos acostumbrados.
Al tratarse de un producto escaso y bastante caro, una década después ya aparecían los sucedáneos. Entre la variada oferta gastronómica de la Fonda del León de Oro se ofrecía la sopa de tortuga, pero fingida (vaya uno a saber con qué reptil la preparaban). Para los menos sofisticados, también había sopa de fideos, de vaca, carnero y ave. A los caldos se sumaban los cocidos, asados, estofados y picadillos. Menos atractivas (para este autor) aparecían las legumbres de coles, zanahorias, guisantes, habas, nabos, betarraga y los clásicos: arroz y papa. También había deliciosos pasteles, pero no dulces: beef steak, riñones, pichones y menudillos. Todo se cerraba con una variedad de postres de manzana, ciruelas, guindas, etc.
Tiempo después, el Hotel Chile anunciaba orgulloso, en su edición del sábado 28 de junio de 1845, que el domingo al mediodía se iba a servir una HERMOSA TORTUGA (sic) y se daba la opción de envío a las casas particulares.
Unos meses después, gracias a un aviso de la Fonda del Telégrafo, comprendemos el atractivo de este plato, que iba más allá del afrodisiaco que insinuaba Segismundo: “tan celebrado desde el tiempo de los emperadores romanos tanto por su buen sabor natural, como por sus demás virtudes de fuerza que incluye, entendiéndose que sus carnes son más celebradas que ninguna otra de las conocidas por la diversidad de destinos”.
La Guerra del Pacífico permitió un contacto más cercano con estos animales. Entre otras noticias, el corresponsal de este diario daba cuenta de que en la bahía de Antofagasta los marineros del Blanco Encalada se entretenían en pescar una tortuga que había sido vista merodeando entre los buques. Si luego pasó a formar parte del rancho, no lo sabemos, pero lo suponemos.
En los mismos años que terminaba este conflicto, y ya siendo cada vez más habitual su consumo, por lo menos para los más ricos, El Mercurio destacaba que, si en Europa era popular, en Estados Unidos se rompían todos los récords, siendo Nueva York el principal mercado donde se consumían más de 300 tortugas al año, salvo las afortunadas que eran destinadas a ser mascotas.
Menos suerte tuvo una tortuga gigante encontrada en la playa de Iquique a fines del siglo XIX. Dado su enorme tamaño, el pobre animal fue carneada en la misma orilla y sus partes repartidas entre los pescadores que la habían capturado.
Al poco tiempo, el hecho se repitió, pero esta vez la crónica del diario comenzaba a cuestionarse al respecto. Por ello, fustigó la maldad de los pescadores que, con la misma sangre fría de este tierno animal, introdujeron una enorme daga en su pescuezo, provocando gemidos lastimeros que causaron la indignación de los testigos y del cronista.
Ya terminando el siglo, ante la popularidad de este plato que se consideraba exquisito y vigorizante, El Mercurio rompía la habitual seriedad de sus crónicas con un chiste de restaurante:
—¡Pero mozo, por las once mil vírgenes! ¡Esa sopa no llega nunca!
—Ya ve usted, caballero. Se trata de una sopa de tortuga.
Publicada en El Mercurio de Valparaíso.