Es comprensible, y en cierta medida justo, que cercanos políticos al exministro Mañalich le reconozcan su dedicación y entrega, destacando los sacrificios personales que hizo en la conducción de la estrategia sanitaria del Gobierno en la crisis del coronavirus. Sin embargo, salvo para una minoría afiebrada que le atribuye malas intenciones, las virtudes personales de Jaime Mañalich no están en discusión. No todas las críticas que se le han hecho a su gestión son infundadas o malintencionadas. Existe cierto consenso en que la estrategia sanitaria falló, como el propio Mañalich de algún modo reconoció. Esto no es imperdonable.

El desafío era desconocido. En estos casos es normal que construyamos conocimiento a través del ensayo y el error. Pero el fracaso de la gestión de Mañalich —y por cierto del Gobierno— no es solo sanitario, sino político. Desde el primer día se sabían las condiciones de polarización que dejó el estallido social, la falta de credibilidad de las autoridades de turno, la necesidad de proyectar un sentido colectivo que fuera interiorizado por la ciudadanía, la importancia de tejer complicidades políticas transversales y de buscar aliados en la sociedad civil y la comunidad de expertos. Todo eso se pudo hacer y no se hizo, o no se hizo adecuadamente, ya sea a propósito —para no compartir la gloria de la victoria con una oposición mezquina—, o por mera ineptitud política.

Los firmantes de la carta de apoyo a Mañalich son todos reputados dirigentes políticos, con experiencia en el Ejecutivo. Cuesta aceptar que ellos realmente piensen que la caída de Mañalich pueda reducirse a una explicación tan maniquea, sin visualizar las evidentes falencias políticas de la estrategia del Gobierno y la gestión del propio ministro.

El arte de gobernar es más complejo que dividir el mundo entre buenos y malos. Y en política no hay que confundir esfuerzo y entrega personal con conducción y resultados.

Publicado en El Mercurio.