- Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
- Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
- Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
- Periodista y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
Ser padre en el siglo XXI
Gonzalo Serrano
A muchos, con justa razón, puede incomodarles la celebración del día del padre. El principal argumento es que se trata de una fiesta recientemente creada con el único fin de lucrar con los sentimientos de las personas.
En cierta forma, esta observación resulta razonable. De hecho, mientras escribo estas líneas me llegan varios emails de ofertas de productos por el día del padre, ocupando memoria y generando un cargo de conciencia.
A estos se suma que, en este último tiempo, pareciéramos estar viviendo una fiebre por asignar uno o más temas a los 365 días del calendario. Todos los días se celebra o conmemora algo: desde el día de la madre, el más conocido, hasta día internacional de los animales sin hogar (16 de agosto).
No obstante, somos parte de una democracia occidental en la que tenemos la libertad de decidir si nos dejamos llevar por esta corriente del consumo, ignorarla o quedarnos con lo que consideramos se puede sacar como positivo. Coherente con esto, estos días siempre son una buena oportunidad para reconocer a ciertas personas y agradecerles. Algo cada vez más necesario en una sociedad arrastrada por el individualismo.
Pienso en esto a propósito del día del padre. Ya he escuchado dos veces este año sobre personas que no quieren traer hijos a un mundo que se vuelve, según una particular perspectiva, peor. Desconocen que, como nunca antes en la historia de la humanidad, poseemos más posibilidades de sobrevivir al momento de nacer, mantenernos vivos los primeros años de vida y tener una expectativa de vida sin precedentes. Nunca antes la información había estado disponible como lo está ahora, tanto como el acceso a la educación, la salud y a ascender social y económicamente. Es cierto que la contaminación y, por consecuencia, el calentamiento global, presentan un futuro cada vez más sombrío. Pero para evaluar sus costos y beneficios, debemos trasladarnos a las ciudades del siglo XIX y XVIII. Imaginar, por ejemplo, un Valparaíso sin sistemas de alcantarillado o métodos de recolección de basura. Era un mundo sin fábricas aunque, en realidad, tenía poco de idílico.
En esta misma línea, ser padre en el siglo XXI implica involucrarse de manera inédita con las labores de crianza de los hijos, desde su nacimiento en adelante. Es cierto que, en ese nuevo rol, los padres hemos confundido esa labor transformándonos en amigos de nuestros hijos, mezclando la crianza con complicidad, llevándonos a una horizontalidad que puede resultar confusa y peligrosa, hasta llevarnos al extremo absurdo y a ratos vergonzoso de ser los padres quienes tememos la reacción de nuestros hijos.
De igual forma, vivimos bajo la constante presión de actuar según las recomendaciones de orientadores y psicólogos que insisten en hacer recaer sobre nosotros deberes y responsabilidades que, a mi juicio, deben seguir siendo responsabilidad de los niños. Según entiendo, una buena educación consiste en desarrollar hábitos, inculcar valores, criar en deberes y derechos y, también, prepararlos para el mundo real al que se enfrentarán cuando sean adultos, un mundo con altas exigencias, competencia, reproches y malos ratos.
No me atrevería a decir si el tipo de paternidad que ejercemos es mejor o peor que el de antes. No obstante, hay un hecho objetivo: en el mundo del siglo XXI y aunque todavía restringido a un estrato socio económico, los padres hemos alivianado esa enorme carga que pesaba sobre la madre. Ellas ahora pueden estudiar y trabajar, sin ese estigma que caía sobre las mujeres que intentaban compatibilizar su carrera profesional con la maternidad.
Gracias a este proceso, hemos podido comprender ese vínculo indisoluble entre un hijo y una madre y ser parte, un poco más de cerca, de esa mágica relación que queda marcada a fuego en nuestro corazón por el resto de nuestros días.
Publicada en El Mercurio de Valparaíso.