Hace casi 20 años, cuando los gobiernos concertacionistas parecían tener todavía larga vida, un Joaquín Lavín que aún no llegaba a la cincuentena remeció las elecciones de 1999 y produjo varios “cuasi” infartos en el mundo de la centro izquierda.
No era nuevo en política. Había sido férreo colaborador de la dictadura de Augusto Pinochet, desde su juventud. Pero en ese 1999, cuando toda la opinología política y hasta el Pulpo Paul (o su antecesor) apostaban a que Ricardo Lagos iba a ser el próximo Presidente de la República, el país se vio sorprendido por este personaje, con su cara de quien no quiebra un huevo, siempre con una sonrisa –que más lo acercaba a lo nerd que a un político experimentado- y con ideas revolucionarias, varias de las cuales había propuesto desde la alcaldía de Las Condes, como hacer llover artificialmente para paliar la contaminación capitalina.
Se trataba de un hombre que mostraba una cara atípica para ser de derecha tradicional o lo que hasta entonces se entendía como tal, pues encontraba su punto de confort hablando de un tema que –hasta ese momento- era patrimonio de la izquierda: lo social. Se podía debatir cómo entendía él ese concepto, cuánto era real y cuánto apelaba más bien a una pose (como cuando se iba a vivir a casas ubicadas en sectores en extremo vulnerables de la capital), pero lo cierto es que gracias a su performance, la UDI pasó a llamarse “popular” y estuvo a punto de llegar a La Moneda en 1999.
Pero luego se apagó la llama. Vino la alcaldía de Santiago, donde no le fue tan fácil brillar; la siguiente presidencial, en 2005, cuando Sebastián Piñera lo “boicoteó”; la senatorial de 2009 en la V Región, donde perdió frente a Francisco Chahuán, y el Ministerio de Educación en el primer gobierno de Piñera, donde tuvo que hacer frente a las protestas universitarias más masivas que ha habido en los últimos años.
Hoy, casi dos décadas después, Joaquín Lavín nuevamente está sentado en el lugar donde se siente cómodo: lo municipal y en Las Condes. Y entonces vino este renacimiento y esta demostración de que no importa cuán dormido parezca, su atípica figura política se levanta una vez más. Un Lavín 3.0, que vuelve con toda la fuerza y con ideas revolucionarias para su sector. En esta ocasión, la integración habitacional.
A sabiendas de que produciría ruido entre sus más férreos adherentes –casi un 80% de los vecinos de Las Condes lo respaldaron en las elecciones-, Lavín nuevamente apuesta a demostrar que la derecha social, esa que él impulsó, sigue viva. Pero además, una vez más se posiciona en sectores históricamente ligados a la izquierda: los más desposeídos, los más vulnerables, aquellos a los que el fruto del crecimiento neoliberal y el camino al desarrollo no les llegan.
Ante la “novedosa” iniciativa –que incluso compartirá esta semana con su par Jorge Sharp-, rápidamente Rotonda Atenas echó mano al viejo expediente del cacerolazo. Y los residentes manifestaron ruidosamente su indignación y miedo ante la posibilidad de que 85 familias puedan postular a un subsidio y vivir entre ellos, haciendo carne los ránking de la OCDE que nos instalan entre los países con ciudades más segregadas.
Y en el escenario apareció entonces el arribismo del chileno, esa necesidad de sentirse superior a otro, de considerar lógico el tener derechos adquiridos que no pueden ser compartidos con quienes no estén a la “altura”. En pocas partes del mundo la segregación es así de brutal y, aunque exista, nadie en su sano juicio saldría en televisión defendiéndolo como si fuera algo tan natural como respirar. Morirían de vergüenza antes de decir que es una medida en su contra o que llegarán “más lanzas” al vecindario.
¿Qué sucedería si esto mismo se instala en Viña? ¿Si en medio del borde costero de Reñaca hubiera una “cuota” para la integración? ¿Si Jardín del Mar o Bosques de Montemar consideraran la inclusión social como alternativa? ¿Pasaríamos la prueba de la blancura en una región que esconde a sus pobres en los cerros? ¿La “Ciudad Bella” estaría dispuesta a incluir a los menos beneficiados dentro de su belleza y no tras bambalinas?
Lo cierto es que así como el Lavín político no muere, solo se reinventa, el problema de la desigualdad, el clasismo vergonzoso y la soberbia son inmortales. En el caso del alcalde, se trata de un formato que le permite revivir políticamente cada cierto tiempo. En el del “affaire” en sí mismo, es nuestra idiosincrasia, que lamentablemente vuelve a avergonzarnos.