Releyendo a Constant

7 de Noviembre 2018 Columnas

Acabo de estar en Buenos Aires en un seminario sobre la obra de Benjamin Constant, uno de los pensadores franceses más importantes de las primeras décadas del siglo XIX y quien, desde su tribuna de pensador y polemista, fue uno de los máximos expositores del liberalismo posrevolucionario. Si bien por mucho tiempo Constant fue relegado al rincón del olvido por los estudiosos del pensamiento occidental, a partir de la década de 1960 su influencia se ha hecho sentir en diversas áreas del conocimiento, desde la política hasta la economía y los principios constitucionales.

No es fácil encasillar a Constant en una tradición liberal unívoca. Más “anglosajón” y “clásico” que “francés” o “continental” (para utilizar la división geneaológica de Hayek), Constant fue, al mismo tiempo, medianamente admirador de Rousseau pero muy crítico de la etapa más radical de la Revolución Francesa. Como Rousseau, creía que la legitimidad de la autoridad descansaba en la voluntad general. Sin embargo, y distanciándose del ginebrino, Constant nunca estuvo a favor de que aquella fuera ilimitada o que estuviera por sobre el individuo. La organización de un gobierno limitado fue, en otras palabras, su gran lucha a lo largo de su vida, utilizando conceptos —ni más ni menos que el de “libertad individual”— que hoy resuenan más contemporáneos que nunca.

Aunque lejos de ser un economista, Constant adhirió a la gran mayoría de los argumentos de Adam Smith. Enemigo de los monopolios y de los privilegios, fue asimismo un defensor del libre intercambio de bienes de un país a otro, oponiéndose a todo tipo de reglamento que pusiera trabas a la circulación del dinero (¿le debe la moneda común en Europa algo al pensamiento de Constant?). Por otro lado, en sus escritos defendió tanto la libertad religiosa como la libertad de prensa; de esta última sostuvo: “La opinión pública es la vida de los Estados”.

Un Estado que debía existir, pero intervenir lo menos posible. Y ello porque la soberanía no es nunca “absoluta” ni “abstracta”, sino limitada y concreta. Quizás nada resuma mejor su corpus intelectual que la siguiente frase: “Pasa con la religión como con las grandes carreteras: me gusta que el Estado las mantenga, con tal que deje a cada uno el derecho de preferir utilizar los senderos”. Esta admonición podrá hoy sonar exagerada y algo extemporánea. Sin embargo, denota una posición fuerte y clara sobre la “libertad negativa” de la que tanto escribió Isaiah Berlin en el siglo XX y que, a diferencia de lo que comúnmente se cree, no se opone taxativamente a la “libertad positiva”.

Estado sí, nos dice Constant, pero siendo conscientes de sus límites y a sabiendas de que sus administradores en cualquier momento pueden errar.

Publicada en La Segunda.

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