Regulación ético-disciplinaria de la profesión jurídica: todas las cartas sobre la mesa

9 de Abril 2019 Columnas

El pasado miércoles 27 de marzo se realizó en la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez un seminario destinado a presentar el estado actual de la profesión jurídica en Chile y discutir propuestas concretas de definición de un marco regulatorio ético-disciplinario para la misma.

El Presidente del Colegio de Abogados de Chile, Arturo Alessandri Cohn, expuso al inicio su visión sobre la importancia de la ética profesional. En un discurso que no se distanció demasiado de lo que ha expresado en diversas entrevistas —la más reciente del pasado 30 de marzo—, puso énfasis en su comprensión de la ética profesional como un sistema de reglas y principios al que deben someterse voluntariamente los abogados, de modo de preservar el “sello de dignidad” del acto y la ventaja competitiva en el mercado que este aporta.

En contraste con la opinión de Alessandri, Pablo Fuenzalida (quien fue invitado al seminario, pero no pudo asistir) ha remarcado en varias contribuciones —muchas de ellas en este medio— la necesidad de convertir la ética profesional en un sistema normativo formalizado. Al respecto, su postura muestra la siguiente evolución: en una sección marginal de su memoria de licenciatura (2007), destinada a la “relación de sujeción especial” del Derecho Público, desliza la idea de que en un contexto institucional de afiliación obligatoria a un Colegio de Abogados creado por ley y dotado de potestades normativas y disciplinarias amplias (como fue el contexto chileno entre 1928 y 1981) podría sostenerse que el abogado se encuentra en una relación de subordinación al Estado, similar a la del funcionario público y el soldado (p. 210).

Luego, en un artículo científico publicado el mismo año, anticipa la confusión que dejaría la, entonces reciente, reforma constitucional de 2005 en lo que respecta al régimen diferenciado de jurisdicción disciplinaria administrada por colegios profesionales para profesionales colegiados —con posibilidad de apelación ante la Corte de Apelaciones— y jurisdicción especial administrada por tribunales especiales para profesionales no colegiados. Cuatro años más tarde, en marzo de 2011, a un mes de aprobarse en el Colegio el Nuevo Código de Ética, y ya convencido de que los tribunales especiales anunciados en el artículo 19 N° 16 de la Constitución no serán creados (pues el proyecto de ley que lo pretendía, cuya tramitación inició en 2009, nunca se movió), Fuenzalida propone en una carta a El Mercurio dos soluciones: (i) que todo abogado, colegiado o no, pueda ser juzgado por el Colegio de Abogados o (ii) que todo abogado sea juzgado por tribunales especiales —pero no ambos al mismo tiempo—. Volver a la colegiatura obligatoria nunca aparece en sus propuestas. En su última reflexión a este respecto, en noviembre de 2018, confirma que la idea le resulta inviable: “No solamente podría ser tildada de ingenua por falta de realismo político”, dice, “sino que también podría resultar inefectiva en cuanto solución respecto de las objeciones de falta de representatividad de sus directivas”. Pero ahora propone algo distinto: aprovechar las facultades correccionales de la Corte Suprema sobre abogados litigantes y extenderla para permitirle sancionar todo “acto desdoroso, abusivo o contrario a la ética profesional”.

Pero, sin duda, el momento más controversial de la jornada fue la exposición de Álvaro Anríquez, abogado y profesor de Ética Profesional en la Universidad de Chile. Anríquez expuso la tesis de su artículo científico de 2016 que, en lo fundamental, sostiene que el Código de Ética de 1948 sigue siendo el cuerpo normativo que tanto los tribunales de justicia y los tribunales de ética de los colegios de abogados deben aplicar en los procedimientos ético-disciplinarios correspondientes. Esto es así, sostiene, porque al nunca dictarse por el Presidente las normas éticas tal como lo mandataba el artículo 2° del Decreto Ley 3.621 (1981) y que suplantarían los códigos de éticas vigentes a la fecha debe entenderse que la transferencia de competencia disciplinaria, desde los colegios a los tribunales ordinarios, mantuvo como normativa aplicable, en el caso de la profesión de abogado, el código de 1948. Todavía más, la reforma constitucional de 2005, que devuelve la jurisdicción disciplinaria a los colegios, convierte a estos en “tribunales de justicia”, sin que cambie en nada la normativa de fondo aplicable.

Las consecuencias de aceptar la teoría de Anríquez son nefastas para el Colegio de Abogados y él mismo las adelanta en su artículo: la jurisdicción que ejerce sobre sus afiliados usando el código de 2011 es ilegal y ampararse en las facultades de policía correccional de toda corporación no lo justifica. Ahora bien, la teoría tiene doble filo, ya que de aceptarse no solo seguiría vigente el código de 1948, sino también las sanciones de la Ley Orgánica del Colegio de Abogados de 1928, que van desde la amonestación hasta la cancelación del título (arts. 16-18 ley 4.409). O sea, la tesis debilita al Colegio por un lado, pero lo fortalece por otro.

Hasta donde llega mi conocimiento, el Colegio de Abogados nunca ha respondido ni reaccionado a la tesis de Anríquez. Tampoco la ha asumido ningún operador jurídico. Pero es urgente reaccionar a ella, ya sea rebatiéndola (sus puntos más débiles son quizás la asimilación de “tribunal de justicia” a “órgano jurisdiccional” o su anacrónica reconstrucción del Decreto Ley 3.621, visto como un todo) o asumiéndola.

Lo que es claro es que ya están todas las cartas puestas sobre la mesa y solo queda elegir. Para escapar de la tesis de Anríquez se puede: (I) dictar una ley general que configure normas de comportamiento para abogados y establezca los tribunales especiales de ética —así lo pretendió el Colegio de Abogados con un anteproyecto “sobre conducta ministerial de abogados” producido en 2002-2003—; (II) extender las facultades disciplinarias de la Corte Suprema a todos los abogados (propuesta de Fuenzalida); (III) transferir todo lo sustantivo de la regulación ético-disciplinaria —normas sobre publicidad y solicitación, conflictos de intereses y deber de confidencialidad— a la legislación penal, como lo hacen, de alguna manera, los nuevos delitos de prevaricación de abogado y revelación de información confidencial del Anteproyecto de Código Penal de octubre 2018 (artículos 446 y 280 respectivamente); (IV) o podemos imitar a todas las jurisdicciones serias del mundo y (r)establecer la colegiatura obligatoria.

A propósito de esto, pocos saben que en el proyecto de reforma total a la Constitución, ingresado poco antes de terminar la administración anterior, se establece en el derecho de asociación (art. 19 n° 21 del proyecto) que la ley puede obligar a los ciudadanos a pertenecer a una de estas “para ejercer una profesión”. De lo que no se dieron cuenta los redactores es que dejaron intacta la prohibición de afiliación obligatoria en el derecho al trabajo.

Para poder discutir la visión que el Presidente del Colegio tiene de la ética profesional —un reflejo de la virtud y dignidad del abogado— tenemos que despejar esta cuestión previa, que se relaciona solo indirectamente con la verdadera “ética” del abogado y dice relación, más bien, con aquellas reglas institucionales que configuran el correcto desempeño de una función sustantivamente pública.

Publicada en El Mercurio Legal.

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