Voto obligatorio, pero sin multa. Habida cuenta que esta obligación sin multa no es tal, la propuesta, apoyada por gran parte de la izquierda, es un oxímoron. Pero, además, es muy desalentadora. La democracia es el mecanismo que nos hemos dado para solucionar pacíficamente nuestras desavenencias en la vida común. Es una frágil creación civilizatoria que expresa institucionalmente aquella igualdad humana que reclamamos. Pero para que cumpla su función, además de procedimientos legítimos, se requiere que se la considere legítima. Y para ello es fundamental que, quienes viven bajo las reglas comunes, participen.
¿No debiera el voto ser voluntario? Para un liberal, el voto obligatorio (una media libertad para hacer algo y poder exigir no ser ilegítimamente impedido, pero no para no hacerlo) puede ser sospechoso. En un mundo ideal con participación voluntaria y masiva en el proceso democrático, la obligatoriedad solo tendría un rol expresivo. Pero el mundo, y que decir nuestra sociedad, dista de ser ideal. Sin obligatoriedad los votantes apenas rondan la mitad de los habilitados. Así, también un liberal tiene buenas razones pragmáticas para apoyarla: disminuye los sectores subrepresentados y, fundamental, incentiva a los políticos a hacer algo que no les conviene: procesar las preocupaciones de los que sin obligatoriedad no votan, obteniéndose mayor legitimidad y estabilidad (si las procesaran, la izquierda no habría llegado a abrazar, con tanto entusiasmo, una agenda identitaria pequeño burguesa por excelencia). Que la izquierda, tradicionalmente inclusiva, rechace la multa, se remonta a que quienes sin obligación tradicionalmente no votan, no parecen votar por ella. Pero lo que así expresan es muy desalentador: en el fondo, la institución de la democracia les importa menos que alcanzar y retener el poder.
El gobierno ejerció un veto, pero sin extenderlo a los extranjeros con derecho a voto. Las razones son notables. Un ministro sostuvo que así habría sido en la época de la dictadura; una razón emuladora al menos curiosa para un ministro socialista. Otros van más allá y proponen limitar el voto de los extranjeros, aduciendo que deberían avecindarse más tiempo o nacionalizase y así mostrar su lealtad a la patria. Palabras hipócritas y peligrosas. La razón para eliminar la multa es idéntica a la ya mencionada, e igualmente desalentadora: mayoritariamente los extranjeros no votan por ellos. Pero ahora con un bonus track escalofriante: viendo que la inmigración es un factor socialmente divisivo que ha llevado a muchos en Chile y el mundo a apoyar a las derechas, se suman a la tendencia inaugurada por la ministra Vallejo y otros de acusar a sus contrapartes de poco patriotas, para apropiarse de una retórica patriotera (y los votos relacionados) que, si tan solo fueran fieles su tradición universalista e internacionalista, deberían despreciar
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La Segunda.