Poseídos por lo simbólico

20 de Enero 2020 Columnas

En el capítulo 12 de Cien Años de Soledad, novela culmine de Gabriel García Márquez, una serie de novedades descolocan a los habitantes del pueblo de Macondo. Entre ellas, el cine: “se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente”. ¿Y cuál es la reacción del público?: “El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería”.

Más allá de la sonrisa que pueda provocar en los lectores, siempre me ha parecido significativo lo que García Márquez  pone en juego en este pasaje. Y creo que nos permite abordar uno de los sucesos que hemos estado sufriendo en los últimos meses. Me refiero a la destrucción o daño enconado de monumentos e imágenes de distinta índole. Pero pensemos primero lo que plantea el pasaje literario. Los macondianos confunden los niveles de realidad: igualan el nivel de representación del arte (cine) con el nivel referencial. El arte es básicamente representativo, no es la realidad, es una ficción que dialoga ricamente en varios planos con la realidad, pero no es la realidad.

El público de Macondo se indignó con las “imágenes vivas” hasta el punto de destruir y romper el cine. Nuestros “manifestantes” también se han enfurecido puerilmente con las esculturas de numerosas plazas. El ejemplo más a mano de nuestra región: las esculturas religiosas en el frontis de la Iglesia de San Expedito en Reñaca. Cuando los “manifestantes” destruyen estas imágenes, representaciones simbólicas, lo que intentan destruir, al igual que el público enojado de Macondo, no es la imagen en sí, sino el referente de esa imagen. Hay puerilidad en este acto, ya que otorgan valor “real” a su destrucción.

La destrucción de imágenes ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia. Sus ejecutores están poseídos por el nivel simbólico, acotando el arte a tan solo uno de sus niveles. Eliminar una estatua no elimina el mundo que la sostiene. En el camino de la destrucción de los símbolos, los ejecutores han abandonado cualquier posibilidad más elaborada, dialéctica y social que el arte pueda ofrecer.

La destrucción del cine de Macondo me saca una sonrisa; la de esculturas me provoca gran preocupación. No porque necesariamente avale los mundos ahí representados. Sino porque en la destrucción de monumentos habita el peligroso deseo de negar nuestra historia, los caminos que, para bien o para mal, hemos recorrido. No hay análisis, no hay distancia crítica ni diálogo histórico. Podrán venir nuevas representaciones, nuevos monumentos, pero no a costa de la desaparición de los actuales. Un verdadero trabajo de memoria no se condice con la desaparición.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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