Política Social a la Chilena

2 de Octubre 2017 Columnas

Los avances económicos y sociales que ha experimentado Chile desde inicios de la década de los 90 son innegables. En las últimas dos décadas y media, el PIB per cápita se ha multiplicado casi seis veces, mientras que la fracción de hogares que vive en pobreza ha caído a menos de la quinta parte. Incluso los indicadores de desigualdad de ingresos, difíciles de alterar sin políticas explícitas, han mostrado una tendencia a su reducción.

Estos logros, unidos a dos décadas de reformas democráticas, han hecho al país merecedor de un sillón en el selecto grupo de naciones OCDE. Por cierto, ello no significa que Chile no tenga desafíos pendientes –ni mucho menos, nuevos desafíos—en pobreza y equidad.

Por un lado, la forma que toma la pobreza ha cambiado enormemente, así como la manera en que la sociedad la comprende. El mejor ejemplo es la adopción oficial de una medición multidimensional de la pobreza, que reconoce de manera más clara la situación de vida de los hogares y las carencias que experimentan.

Por el otro, la desigualdad de ingresos sigue siendo alta para el nivel de desarrollo económico medio del país, y se extiende claramente a otros ámbitos sociales: al trato, a las oportunidades de participación y ciertamente al acceso al poder e influencia.

Un Estado efectivo, pero pequeño y un sistema tributario que no redistribuye ingresos son parte relevante de por qué, a mi juicio, no se ha avanzado más en reducir la desigualdad y las carencias no monetarias.

En efecto, los países de la OCDE recaudan hoy unos 15 puntos más del PIB en impuestos que Chile, y recaudaban unos 4 puntos más cuando tenían el PIB per cápita de Chile hoy, a precios de paridad de poder compra. Ello incide en cuántos recursos públicos se puede dedicar al gasto social: el Estado chileno gasta 1 punto del PIB menos en educación que la media de la OCDE, 3 menos en salud, 4 menos en pensiones y 3 menos en garantías para la población trabajadora (discapacidad, cesantía, etc.).

Asimismo, la estructura tributaria es tal que el sistema de impuestos no redistribuye ingresos desde los niveles altos hacia los hogares de bajos ingresos. Ello se debe a la gran relevancia de los impuestos indirectos en la recaudación fiscal, que son regresivos por naturaleza, y a un impuesto a la renta que recauda proporcionalmente menos y que es progresivo en principio, pero que al otorgar un conjunto amplio de beneficios a las rentas del capital, erosiona esa progresividad.

La reforma tributaria, aprobada unánimemente el 2014 en el Congreso, intenta avanzar en estos dos aspectos –en recaudación y en equidad–. Su efectividad en conseguir esos objetivos sólo podrá evaluarse una vez que la nueva estructura esté en régimen.

La política social subsidiaria adoptada en Chile desde la dictadura es otra de las razones centrales por las que, en mi opinión, el país ha sido efectivo en reducir la pobreza de ingresos, pero menos efectivo en minimizar las limitaciones que experimentan mucho hogares para su desarrollo, así como en reducir las diversas formas que toma la desigualdad en Chile.

Por mucho tiempo, y en algunos ámbitos en particular, la política social ha estado altamente focalizada y ha operado en forma complementaria al mercado. Específicamente, la política social se ha caracterizado por dos componentes centrales: (1) la entrega de transferencias monetarias pequeñas, altamente focalizadas, a los hogares de menores ingresos de la población, con condiciones que buscan minimizar los efectos adversos sobre los incentivos a ahorrar y generar ingresos, y (2) la oferta subsidiada de servicios en educación, salud y vivienda, entre otros, con una importante participación del sector privado en la provisión.

En otras palabras, la política social ha estado permeada por la idea de que su rol es transferir recursos a quienes no pueden comprar ciertos servicios en el mercado, más que la de generar espacios de igualdad entre los ciudadanos. Central a esta idea está la confianza en que la competencia entre los actores del mercado puede lograr la provisión de servicios de calidad de manera eficiente. Esta visión ha sido la contrapartida de un Estado pequeño.

Una de las consecuencias de esta forma de enfocar la política social es que en Chile la provisión de servicios sociales está segmentada socioeconómicamente: los hogares de menores ingresos reciben servicios gratuitos de baja calidad, los de ingresos medios pueden adquirir servicios de calidad intermedia a través del cofinanciamiento de las prestaciones, y los de más altos ingresos tienen acceso a servicios de calidad que adquieren en mercados privados. Esto es, la política social en Chile se caracteriza por escasa solidaridad, limitando la capacidad de aseguramiento de buena parte de la población.

Así, en salud, la lógica individualista de aseguramiento ha llevado a un sistema poco solidario, segmentado e ineficiente, en que mujeres en edad fértil y adultos mayores cargan con los mayores costos de sus circunstancias, mientras que las personas más riesgosas y con menos ingresos son forzadas a asegurarse en Fonasa.

De igual forma, en un esquema de ahorro individual para pensiones como el chileno, los trabajadores cargan con  los riesgos de no poder cotizar, de caídas en la rentabilidad de sus fondos y de una longevidad más larga de lo esperado.

De manera similar, los niños de origen socioeconómico más vulnerable asisten a escuelas públicas de menor calidad, mientras que los niños de hogares de los deciles más altos asisten a escuelas privadas altamente selectivas y de alto costo.

Al mismo tiempo, la política social de vivienda ha segregado a las familias producto de la construcción en las afueras de la ciudad donde los terrenos son de menor costo, pero donde el acceso al trabajo, a buenas escuelas y a infraestructura es limitado.

En resumen, este esquema de políticas ha promovido la segmentación y profundizado desigualdades simbólicas y de oportunidades. La segmentación se produce tanto por arriba – pues los sectores más altos se autoexcluyen comprando servicios y protección en el mercado—como por abajo –pues los sectores más bajos sólo pueden acceder a la provisión mínima ofrecida por el Estado–. En ocasiones, los sectores medios quedan desprotegidos, porque no tienen derecho a las prestaciones que ofrece el Estado, pero tampoco tienen recursos suficientes como para acceder a los servicios de mayor calidad que otros adquieren en el mercado.

Así, el esquema ha permitido que las distintos grupos socioeconómicos vivan realidades completamente diversas y que compartan muy pocas experiencias comunes. También ha generado un sentimiento de injusticia, en particular entre los grupos medios, y una desafección hacia el Estado.

En años recientes, la política social en Chile ha comenzado a incluir un componente de solidaridad que permite distribuir recursos más ampliamente entre hogares. El plan AUGE–un sistema de garantías explícitas para una lista de enfermedades prioritarias vigente desde el 2005–constituye el primer paso en dirección a políticas más universales que establecen umbrales mínimos.

Asimismo, en el año 2008 se introdujo elementos de solidaridad en el sistema de pensiones. Entre muchos otros cambios, la reforma introdujo la Pensión Básica Solidaria que asegura un beneficio mensual a personas de 65 años o más que no han cotizado, y un subsidio a la pensión, el Aporte Previsional Solidario, para aquellos que han contribuido al sistema pero que no logran acumular fondos suficientes y que pertenecen al 60% de hogares de menores ingresos. Hoy casi un millón y medio de pensionados recibe subsidios –de los cuales sobre 500 mil reciben pensiones básicas y sobre un 60% son mujeres—.

También el seguro de cesantía, creado el 2002 sobre la base de cuentas de ahorro individual, fue reformado el 2009 para potenciar su componente de seguridad social. La creación de la Subvención Escolar Preferencial el 2008 y sus modificaciones posteriores, así como la introducción del Subsidio al Empleo Joven del 2008 y el Bono al Trabajo de la Mujer del 2011, también han ido en la línea de expandir la cobertura de programas que tradicionalmente eran muy estrictos en la comprobación de medios de vida para la elegibilidad.

Así, la cobertura de los programas se ha expandido, pero antes que cambiar los principios tras la provisión de servicios sociales, Chile ha elegido sostenerse mayormente sobre regulaciones más estrictas de los mercados relevantes (de educación, salud, pensiones y vivienda).

Una excepción interesante a este patrón es la Ley de Inclusión Escolar aprobada el 2015 que ha buscado de manera explícita limitar la capacidad que tienen las escuelas para elegir a las familias que atienden, y con ello ampliar los espacios de igualdad entre los hogares.

En síntesis, la alta focalización de la política social ha permitido reducir de manera importante la pobreza de ingresos en Chile sobre una base de recursos públicos limitados. La contrapartida ha sido que, al dejar que los demás hogares compren servicios en el mercado que tradicionalmente son provistos por el Estado, los ciudadanos chilenos viven segmentados y con escasos espacios de convivencia. Ello no es sólo económicamente ineficiente, pues se pierden oportunidades de aseguramiento mutuo, sino que también se estigmatiza a los beneficiarios, se genera sentimientos de injusticia entre quienes no son beneficiarios de los programas públicos y que tampoco pueden acceder plenamente al mercado a pesar de sus esfuerzos, y una desafección hacia el Estado.

Si bien es cierto que la cobertura de los programas ha aumentado de manera importante, existe una demanda de la ciudadanía por políticas que se valoren como legítimas: que no invisibilicen sus esfuerzos, que refuercen sus capacidades y que les permitan participar en las decisiones que les afectan.

Hacia el futuro, el país debe estar más consciente de los aspectos negativos que generan las políticas sociales –la segmentación y estigmatización, en particular–, y que a veces cuesta mucho reparar.  Y también más consciente de lo que significa la experiencia de vida de la desigualdad más allá de los ingresos.

Publicado en Revista Mensaje.

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