¿Pigmentocracia?

31 de Marzo 2022 Columnas

La ministra del Interior, Izkia Siches, hizo unas declaraciones comprometedoras al decir que “si yo pillo a una persona al lado de un crimen y es en Las Condes, es rubio y tiene apellido, no pasa nada; si yo pillo a esa persona en La Pintana y es pobre, me lo llevo detenido; y si lo pillo en La Araucanía, me lo llevo detenido, allano su casa, agarro a los niños y violento a toda una comunidad”. Si bien es cuestionable que una ministra haga estas afirmaciones, pues sabemos de los peligros que conlleva un cierto discurso populista que contrapone las élites al pueblo con el fin de avivar un antagonismo con fines políticos, hay temas de injusticias estructurales que es vital hacer entrar en la conversación pública.

Lo que afirmó la ministra Siches es una realidad en la mayoría de los países de Latinoamérica y en otras partes del mundo. Sabemos que, aunque de jure, todos los ciudadanos son iguales, de facto, no lo son. Ya lo había expresado claramente Will Oursler en 1942, en una novela que publicaron en castellano Borges y Bioy Cassares: “El peso de la prueba se establece frecuentemente sobre el prejuicio, la ignorancia, la superstición. Todavía cuelgan a los hombres por tener feo rostro o aspecto de criminales. Todavía los jurados pronuncian condenas de muerte por mantener su armonía con la opinión pública y con los editoriales interesados y los artículos tergiversados que leen en los diarios”.

En los estados modernos, la violencia policíaca es considerada como legítima, sin embargo, desde principios del siglo XX, un autor como Walter Benjamin había ya denunciado el papel ambiguo de la policía, mostrando que en algunos casos no solo hace cumplir la ley, sino que tiene fuerza de ley. El movimiento Black Lives Matter originado en los Estados Unidos en 2014 tuvo como objetivo la denuncia a la violencia policial hacia grupos racializados negros. Lo mismo reconocemos en el sistema judicial: no es casualidad que la mayoría de los condenados a muerte en ese páis sean latinos o personas negras y pobres que no pudieron pagar un abogado y que la sociedad ha estigmatizado como criminales.

Desde la Filosofía, el trabajo de Miranda Fricker a partir del concepto de “injusticia epistémica” da varios ejemplos sobre cómo los prejuicios identitarios sesgan el juicio de un oyente y disminuyen la credibilidad de un testimonio. Un ejemplo de ello es el párrafo antes citado de Oursler. La discriminación estructural, con graves consecuencias, se repite, con diversas formas, en otros países, también en América Latina.

El hecho de que una realidad social no tenga categorías que la hagan significativa acrecienta la injusticia. En México, desde los años 90, los académicos han estudiado la discriminación racial en términos de “pigmentocracia”. Una jerarquía de poder pigmentocrática implica que el color de piel condiciona la percepción que los sujetos tienen de sí mismos y de los otros, y cómo esto se traduce en la vida cotidiana, en el mercado laboral o en la academia. Incluso se acuñó el término “whitexicans”, que denuncia tanto el clasismo como la ignorancia perniciosa del privilegio de ser blanco.

En Chile se habla de apellidos, de los colegios de élite, pero poco sobre la jerarquía etno-racial, o de la blanquitud de las elites. Esta conversación se ha silenciado gracias a la teoría del mestizaje que, al igual que en otras partes de Latinoamérica, José Vasconcelos formula en La raza cósmica como un desprecio por los pueblos indígenas, a quienes además el indigenismo relegó a piezas de museo.

Esta historia tiene una gran responsabilidad en la falta de representación política y de oportunidades de ciertos segmentos de la población. Si finalmente se logra articular discursivamente esta experiencia y un grupo que ha sido marginal reclama representación política, no está pidiendo privilegios, está apuntando a una injusticia estructural que debe ser rectificada. Esto es lo mínimo para poder mantener el pacto político que nos hace ciudadanos de un mismo Estado.

Publicada en La Tercera.

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