Quizás Raúl Zurita tiene razón y el 11 de septiembre de 1973 es un día que nunca terminará de ocurrir; una jornada eterna que nos perseguirá hasta el final de los tiempos, porque unos no pueden dejarlo atrás y otros simplemente no desean hacerlo. Porque la intensidad del quiebre y del drama humano fue infinita; porque el dolor es algo que no cesa o porque hacer al pasado una y otra vez presente sigue siendo políticamente conveniente.
Muchos de los partidarios de la dictadura siguen buscando “contextos” para, si no justificar, al menos explicar sus horrores. Les resulta imposible entender que las violaciones a los DD.HH. no tienen contexto precisamente porque suponen el ejercicio de una voluntad absoluta, que decide con plena autonomía usar todo el poder del Estado para dañar, aterrorizar y exterminar a sus adversarios. A su vez, a un sector de la derecha le sigue siendo insoportable renunciar al “contexto”, porque para ella eso supone absolver a la izquierda de sus obvias responsabilidades en el clima de polarización, de fanatismo ideológico y apología de la violencia que fueron centrales para el colapso de la democracia.
En paralelo, para buena parte de la izquierda este no es solo un problema de memoria, ni siquiera de justicia y reparación: las violaciones a los DD.HH. deben seguir siendo parte del presente y no relegarse al pasado porque la derecha sigue siendo una amenaza política hoy y no sólo ayer; más aún después de 2010, cuando el país construido durante la transición hizo posible que esa derecha de los “cómplices pasivos” gane elecciones en democracia y con mayoría absoluta. Para la izquierda, esa derecha no será jamás democrática, porque en verdad no quiere que lo sea, ya que eso permite seguir enfrentándola políticamente en el presente, y cuestionando su legitimidad para ser gobierno.
Esta semana nuestras diferencias parecieron reducirse a una discusión sobre el sentido del Museo de la Memoria, pero en realidad ese no era el tema de fondo. El asunto sustantivo es que la derecha necesita apelar al contexto que condujo a las violaciones a los DD.HH., porque la izquierda no quiere asumir sus responsabilidades políticas en el contexto que condujo al golpe de Estado; y la izquierda necesita, a su vez, que la derecha siga siendo culpable de los crímenes y no tenga jamás autoridad moral para ser una mayoría democrática. En rigor, para la izquierda los horrores no pueden quedar recluidos solo en la memoria; deben ser un arma política en el presente, no importa que nuevas generaciones de derecha tengan hoy un juicio genuinamente crítico respecto de lo que fueron los crímenes de la dictadura.
Luis Oyarzún dijo una vez que en Chile solo el odio tiene futuro. Y parece cierto:
mientras unos necesiten del “contexto” para explicar los crímenes de Estado y otros vean en la memoria de ese horror un recurso político, no hay más alternativa que continuar alimentando el odio. Podrán pasar mil años pero, al final, tendremos un sistema político viviendo cada día como si fuera el 11 de septiembre. Unos porque no pueden y otros porque no quieren dejarlo atrás. Al menos, en eso, ambos sectores son perfectos cómplices: ninguno está dispuesto a ceder para que otro futuro sea posible.
Publicado en
La Tercera.