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País pobre, gobernantes ricos

Más que un deber de austeridad, no obstante, se trata de un componente esencial de la función pública. No es casualidad que los países donde sus funcionarios no comprenden esta lógica sean los que tienen las instituciones más débiles.
Ezequiel Spector

Ezequiel Spector


Doctor en Filosofía Jurídica, Universidad de Buenos Aires.

Algunos vacacionan en playas paradisíacas. Otros poseen mansiones y automóviles de lujo, o celebran cual reyes ocasiones especiales como cumpleaños o casamientos. Hay quienes viajaron a Qatar a presenciar el Mundial. Y otros publican fotos y videos donde muestran cuánto disfrutan de sus excelentes condiciones laborales o de su tiempo libre.

¿Es éticamente correcto que altos funcionarios de un país con pobreza estructural exhiban un nivel de vida al que la gran mayoría de la población no podría ni siquiera aspirar?

Esta inquietud no es, como muchos piensan, banal. El tipo de democracia al que apuntan las sociedades modernas descansa en la representación política. Ser representante del pueblo incluye, entre otras cosas, empatizar con los representados. Aunque ello no implica que los funcionarios deban vivir en la extrema pobreza, una grosera diferencia entre gobernantes y gobernados en contextos de profunda crisis económica y social termina por erosionar tal componente democrático.

La lógica del Estado es diferente a la del mercado. El funcionario debería ser ante todo un servidor. Debe entender que no se encuentra haciendo una exitosa carrera empresarial ni destacándose en algún deporte o actividad artística. Ostentar un alto nivel de vida implica desconocer la naturaleza de la función que se ejerce. Supone, sobre todo, no comprender que ser un político rico en un país sumido en la pobreza no es ningún mérito; por el contrario, debería dar mucho pudor (el mismo razonamiento puede aplicarse a los sindicalistas).

¿Qué piensan, entonces, aquellos que entienden la función pública como una forma de acumular riqueza y así poder experimentar los placeres de la vida? Podrían decir: “el dinero es mío, me lo gano trabajando, y nadie puede decirme cómo usarlo”; o “no tengo la culpa de la crisis; privarme a mí y a mi familia de ciertos placeres no es la solución”; o “hay que ignorar las críticas; hay mucha envidia en el mundo”.

Nuevamente, estas respuestas rápidas sugieren una incomprensión del fundamento de la función pública y de la diferencia entre Estado y mercado. No porque sean respuestas necesariamente falsas, sino porque son inapropiadas en boca de un funcionario. Es el tipo de réplica individualista que podría dar un empresario, un emprendedor, un deportista, un artista o algún profesional en el sector privado de una economía pujante. Y no hay nada de malo en ello. Pero son respuestas ininteligibles cuando provienen de quien ocupa una función pública de importancia en una sociedad cada vez más pobre.

¿Y qué hay de aquellos que ostentan en el sector privado? ¿Acaso no es de mal gusto que alguien que acumuló riqueza fuera de la estructura estatal exhiba una vida de lujo en una sociedad pobre? Incluso asumiendo una respuesta afirmativa, se trata de una pregunta irrelevante a estos efectos, pues no guarda relación alguna con mi razonamiento.

Mi punto no es que ciertos comportamientos de los funcionarios sean de “mal gusto”, sino que estos comportamientos son incompatibles con la esencia misma de la función pública. Son actitudes que muestran una incomprensión del tipo de actividades a las que se dedican. Representar a la ciudadanía implica una forma de conexión que se corta cuando hay gobernantes que viven como reyes en medio de tanta miseria.

No todos los que pertenecieron o pertenecen a la clase gobernante (a nivel nacional, provincial y municipal) son responsables de la situación argentina, e incluso entre los responsables podemos identificar mayores o menores grados de responsabilidad. Sin embargo, sean o no responsables, sean o no corruptos, sean o no competentes, pertenezcan al oficialismo o a la oposición, todos forman parte de un esquema cuya única función es crear condiciones para que los ciudadanos puedan desarrollarse plenamente. Si la estructura viene fracasando estrepitosamente en lograr ese objetivo, sus miembros deberían, al menos, abstenerse de exhibir el progreso que lograron en medio de tal fracaso.

En sentido estricto, gozar de un opulento estilo de vida no es lo mismo que exhibirlo. Sin embargo, en la práctica, no hay diferencia. La información fluye a una velocidad incalculable, y para las personalidades públicas (más aún cuando son altos funcionarios) es imposible pasar desapercibido. Achicar la brecha entre lo que los funcionarios parecen y lo que realmente son es una de las virtudes de la transparencia en las democracias modernas. En este contexto, la forma de parecer austero es realmente serlo.

Más que un deber de austeridad, no obstante, se trata de un componente esencial de la función pública. No es casualidad que los países donde sus funcionarios no comprenden esta lógica sean los que tienen las instituciones más débiles.

En conclusión, sean o no responsables, los altos funcionarios de un esquema estatal fallido deberían empatizar con las víctimas de este fracaso, en lugar desligarse y comportarse como si fueran exitosos empresarios.

Publicada en El Clarín.

País pobre, gobernantes ricos

Más que un deber de austeridad, no obstante, se trata de un componente esencial de la función pública. No es casualidad que los países donde sus funcionarios no comprenden esta lógica sean los que tienen las instituciones más débiles.

Algunos vacacionan en playas paradisíacas. Otros poseen mansiones y automóviles de lujo, o celebran cual reyes ocasiones especiales como cumpleaños o casamientos. Hay quienes viajaron a Qatar a presenciar el Mundial. Y otros publican fotos y videos donde muestran cuánto disfrutan de sus excelentes condiciones laborales o de su tiempo libre.

¿Es éticamente correcto que altos funcionarios de un país con pobreza estructural exhiban un nivel de vida al que la gran mayoría de la población no podría ni siquiera aspirar?

Esta inquietud no es, como muchos piensan, banal. El tipo de democracia al que apuntan las sociedades modernas descansa en la representación política. Ser representante del pueblo incluye, entre otras cosas, empatizar con los representados. Aunque ello no implica que los funcionarios deban vivir en la extrema pobreza, una grosera diferencia entre gobernantes y gobernados en contextos de profunda crisis económica y social termina por erosionar tal componente democrático.

La lógica del Estado es diferente a la del mercado. El funcionario debería ser ante todo un servidor. Debe entender que no se encuentra haciendo una exitosa carrera empresarial ni destacándose en algún deporte o actividad artística. Ostentar un alto nivel de vida implica desconocer la naturaleza de la función que se ejerce. Supone, sobre todo, no comprender que ser un político rico en un país sumido en la pobreza no es ningún mérito; por el contrario, debería dar mucho pudor (el mismo razonamiento puede aplicarse a los sindicalistas).

¿Qué piensan, entonces, aquellos que entienden la función pública como una forma de acumular riqueza y así poder experimentar los placeres de la vida? Podrían decir: “el dinero es mío, me lo gano trabajando, y nadie puede decirme cómo usarlo”; o “no tengo la culpa de la crisis; privarme a mí y a mi familia de ciertos placeres no es la solución”; o “hay que ignorar las críticas; hay mucha envidia en el mundo”.

Nuevamente, estas respuestas rápidas sugieren una incomprensión del fundamento de la función pública y de la diferencia entre Estado y mercado. No porque sean respuestas necesariamente falsas, sino porque son inapropiadas en boca de un funcionario. Es el tipo de réplica individualista que podría dar un empresario, un emprendedor, un deportista, un artista o algún profesional en el sector privado de una economía pujante. Y no hay nada de malo en ello. Pero son respuestas ininteligibles cuando provienen de quien ocupa una función pública de importancia en una sociedad cada vez más pobre.

¿Y qué hay de aquellos que ostentan en el sector privado? ¿Acaso no es de mal gusto que alguien que acumuló riqueza fuera de la estructura estatal exhiba una vida de lujo en una sociedad pobre? Incluso asumiendo una respuesta afirmativa, se trata de una pregunta irrelevante a estos efectos, pues no guarda relación alguna con mi razonamiento.

Mi punto no es que ciertos comportamientos de los funcionarios sean de “mal gusto”, sino que estos comportamientos son incompatibles con la esencia misma de la función pública. Son actitudes que muestran una incomprensión del tipo de actividades a las que se dedican. Representar a la ciudadanía implica una forma de conexión que se corta cuando hay gobernantes que viven como reyes en medio de tanta miseria.

No todos los que pertenecieron o pertenecen a la clase gobernante (a nivel nacional, provincial y municipal) son responsables de la situación argentina, e incluso entre los responsables podemos identificar mayores o menores grados de responsabilidad. Sin embargo, sean o no responsables, sean o no corruptos, sean o no competentes, pertenezcan al oficialismo o a la oposición, todos forman parte de un esquema cuya única función es crear condiciones para que los ciudadanos puedan desarrollarse plenamente. Si la estructura viene fracasando estrepitosamente en lograr ese objetivo, sus miembros deberían, al menos, abstenerse de exhibir el progreso que lograron en medio de tal fracaso.

En sentido estricto, gozar de un opulento estilo de vida no es lo mismo que exhibirlo. Sin embargo, en la práctica, no hay diferencia. La información fluye a una velocidad incalculable, y para las personalidades públicas (más aún cuando son altos funcionarios) es imposible pasar desapercibido. Achicar la brecha entre lo que los funcionarios parecen y lo que realmente son es una de las virtudes de la transparencia en las democracias modernas. En este contexto, la forma de parecer austero es realmente serlo.

Más que un deber de austeridad, no obstante, se trata de un componente esencial de la función pública. No es casualidad que los países donde sus funcionarios no comprenden esta lógica sean los que tienen las instituciones más débiles.

En conclusión, sean o no responsables, los altos funcionarios de un esquema estatal fallido deberían empatizar con las víctimas de este fracaso, en lugar desligarse y comportarse como si fueran exitosos empresarios.

Publicada en El Clarín.