No te quiero en mi comuna

17 de Julio 2018 Columnas

La reciente visita de Richard Florida a Chile –y a nuestra región de Valparaíso– es un buen insumo a la hora de interpretar algunos de los hechos acontecidos en los últimos días. Si bien las teorías del estadounidense no dejan de ser polémicas, lo cierto es que pocas veces tenemos la oportunidad de reflexionar masivamente sobre la efectiva integración urbana. Más allá de sus controvertidos índices y sugerentes hipótesis, su concepto de “clase creativa” parece radicar en la inclusión en su estado puro, en el aprendizaje y progreso que se genera con ciudades heterogéneas.

Pero el problema es que la heterogeneidad no es tan natural como la homogeneidad. Las diferencias molestan, incomodan e intranquilizan. Nos sacan de ese cómodo estatus quo que se genera cuando todos somos iguales. Nos obligan a adaptarnos a circunstancias distintas, no peores, pero distintas. Y el sólo hecho de que sean distintas nos genera algo de temor.

Lo natural es la homogeneidad, esa que en su comodidad nos estanca y nos inmoviliza. Esa que mata la creatividad y que impide el progreso.

Entonces, como nos agrada la tranquilidad de la homogeneidad, nos suele incomodar esa típica voz discrepante del trabajo. Ese personaje que siempre tiene un punto de vista contrario. El que levanta la mano cuando comenzamos a pararnos de nuestros asientos y hace que las reuniones duren –innecesariamente para nosotros– cerca de media hora más. No piensa ni actúa como el grupo, y quizás por eso usualmente termina siendo el primer damnificado.

Como nos agrada la tranquilidad de la homogeneidad, nos incomoda vivir al lado de personas que no trabajan donde nosotros –al menos no en el mismo puesto–, que no nacieron donde nosotros, que no estudiaron donde nosotros y que no tienen nuestros mismos amigos. “No sabemos sus costumbres”, declaraba una manifestante entre cacerolazos. Y como efectivamente no las sabemos, sentimos el temor de tener que aprender, de tener que adaptarnos, de progresar.

Pero ese problema está lejos de ser patrimonio de Las Condes o de sectores acomodados. Lo que se vive en Valparaíso –otrora comuna emblema de la diversidad– no está muy lejos de esa realidad. Desde hace algún tiempo se ha venido instalando una hegemonía avasalladora, que poco tiene que ver con progreso. Si no compartes el diagnóstico, la formación, los ideales… más bien estorbas. Estorbas en la universidad, estorbas en los barrios, estorbas en las instancias culturales y hasta estorbas en el concejo municipal. Con el mismo fervor de la señora de las cacerolas, en Valparaíso también terminamos sacando a los distintos. Al parecer sus “costumbres” también incomodan a la pujante hegemonía porteña.

Bien sabemos que la integración es un problema cultural y que, como cualquier desafío similar, requiere precisamente de un cambio de costumbres y de mentalidad. Si en verdad ese es nuestro norte, debemos combatir aquella homogeneidad paralizante. Y eso corre para todos quienes se esfuerzan por expulsar al distinto, sea un trabajador o un empresario. Vaya que sabemos de eso en Las Condes y en Valparaíso.

Publicado en El Mercurio de Valparaíso.

 

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