En el crucial capítulo XV de El Príncipe, Maquiavelo sostiene una apasionada defensa del realismo político. Se trata de un realismo que permita comprender las opciones disponibles en un momento determinado. Esa capacidad de guiar la acción de acuerdo a los hechos y la contingencia, sería generalmente adquirida por una combinación del análisis de los actos de los líderes políticos precedentes, así como de la innovación propia de todo nuevo tiempo.
Lo anterior, sería fruto de la reflexión y experiencia. Es desde ellas que se debería entender la necesidad de cambiar de juicio, planes y estrategias. Por ejemplo, los independientes electos en la extinta Convención Constitucional comprendieron rápidamente que la “gente suelta, el aventurero solitario” no existe en política: rápidamente tendieron a articularse en bancadas programáticas concretas. En otras palabras, a construir lo que antes denostaban: suertes de partidos.
No podemos decir lo mismo de otros actores. Las recientes declaraciones del presidente Boric desconcertaron a los sectores que, en el plebiscito del 4 de septiembre, apoyan el Rechazo, al poner en la agenda qué es lo procedente si dicha opción se impone. Entre estos sectores han surgido dos respuestas posibles: una sostiene el abandono del proceso y la reafirmación de la carta de 1980 (con nuevas modificaciones) y otra ha sugerido vagamente la idea de una “comisión de expertos”.
Ambas carecen de lucidez. La primera lo es por desestimar el acto de violencia que significaría perpetuar una constitución rechazada por casi el 80% de los ciudadanos hace menos de dos años. La fórmula de reformarla, ya está gastada. La segunda por no comprender lo que significa una constitución en general (un marco de asignación de legitimidad de las instituciones) y las circunstancias particulares que llevaron al proceso actual. Por eso no es un problema de ingeniería constitucional, sino de la capacidad de producir reconocimiento de las instituciones que política y jurídicamente rigen a los ciudadanos. Por cierto, toda constitución implica en su formulación un grado de tecnicismo jurídico y de diseño de las instituciones políticas, pero su virtud central es producir un consenso mínimo y por ende un compromiso ciudadano, respecto de los principios que articulan esas instituciones y la vida en común.
Esto sin mencionar la enorme incertidumbre política y social que provendría de los problemas prácticos de implementar dicha idea: ¿qué es un experto? ¿Sólo los abogados constitucionalistas? ¿Por qué no los abogados en general? ¿O cientistas políticos, sociólogos, economistas, etc.? ¿La gente sin título no tiene nada que aportar más que aprobar o rechazar la propuesta? Más aún: ¿quién elegirá los expertos? ¿El congreso, el gobierno, el poder judicial, un consejo de universidades?
Pero la falta de entendimiento no es propiedad exclusiva de sectores partidarios de la opción Rechazo. En otro crucial capítulo, Maquiavelo sostiene que en política no hay nada más difícil que ser responsable de la introducción de un nuevo orden político. La razón de esto reside, nos dice el florentino, en que tal empresa necesariamente tendrá como enemigos acérrimos a los beneficiarios del orden anterior, mientras solo tendrá tibios defensores entre los beneficiarios del nuevo orden, pues prima en ellos el miedo y el escepticismo de quienes deben experimentar antes de confiar.
Buena parte de los actores políticos que han impulsado el proceso constituyente y aprueban el proyecto de nueva Constitución parecen haber pasado por alto la mencionada enseñanza: dieron por hecho que el porcentaje de aprobación de octubre de 2020 se replicaría mayoritariamente en el plebiscito de salida. Peor aún, al parecer se consideraron que el hecho de que la derecha obtuviera menos de un tercio en la Convención hacía posible escribir un proyecto que no contara con su anuencia, obviando la capacidad de dicho sector de instalar la agenda y despertar los temores, razonables o no, de parte importante de la ciudadanía.
Una de las grandes lecciones que parece haber entregado el proceso constituyente es que no hay espacio en nuestro país para una constitución hegemónica, entendiendo por tal una carta que excluya la visión de un sector político o social significativo. Si bien numerosos constitucionalistas nacionales y extranjeros señalan que el proyecto de constitución que se votará en septiembre no es hegemónico, sí es percibido como tal, que en la realidad política es lo que importa. Ya por la soberbia o acción de sectores de extrema izquierda en la Convención, o por la evidente contrariedad mayoritaria de la derecha desde el inicio del proceso constituyente (sumado a la disposición de una extrema derecha creciente en ese sector) el proyecto no consideró a una visión que, según la última elección, supera el 40% del electorado. No parece haber espacio político ni de estabilidad para que una constitución que no incorpore, al menos en parte, la visión de ese sector.
En realidad, el camino sugerido por el Presidente parece ser el adecuado para transitar si se impone la opción Rechazo en septiembre, como claramente es factible. Pero incluso en ese escenario, eso no significa desestimar completamente la propuesta vigente. Toda nueva Constitución debe incorporar acuerdos sustantivos en al menos cuatro materias: régimen político; feminismo; medio ambiente; propiedad privada y una forma jurídica de plurinacionalidad aceptada mayoritariamente. Ninguna Constitución resultará estable sin acuerdos nacionales o compromisos políticos respaldados transversalmente en cualquiera de esas materias, y tal juicio es una realidad política que debe ser aceptada por todos los actores del espectro.
Maquiavelo, en la dedicatoria del Príncipe, compara la acción del político con la de un pintor. Edward Hopper, un maestro de la pintura psicológica realista, señalará respecto del arte abstracto: “Una de las debilidades de gran parte de la pintura abstracta es el intento de sustituir las invenciones del intelecto humano por una concepción imaginativa privada.” En ambos bandos han existido pintores abstractos.
Publicado en
El Mostrador.
Coescrita con Francisco Ojeda.