Negacionismo, historia y libertad

15 de Octubre 2021 CEA Columnas

En uno de sus libros más aplaudidos, el historiador George L. Mosse, que había tenido que exiliarse de la Alemania nazi, explicaba que el estilo fascista no era la negación de la doctrina de la soberanía del pueblo, sino el destilado último de una interpretación totalitaria de la misma. Esta se basaba en la exacerbación de la idea roussoniana de la voluntad general, según la cual la naturaleza del ser humano como ciudadano sólo puede desplegarse cuando todos los miembros de la sociedad actúan, piensan y recuerdan al unísono. Lograr esta homogeneización requería de una religión civil que, mediante la creación de ídolos, de liturgias y de dogmas, convenciese a los diversos individuos y grupos de que debían someter su libre albedrío a las necesidades de la nación, nueva abstracción política encarnada en el Estado moderno.

Mosse demostraba cómo, desde el triunfo de la Ilustración hasta la creación del Tercer Reich, una pléyade de intelectuales y estadistas se aplicaron a la escritura de historias nacionales, a la edificación de estatuas y al diseño de un programa normativo para la enseñanza del pasado alemán en todas las escuelas del país. ¿Su objetivo?, intervenir en la conciencia colectiva, imponiendo una memoria normada e incontestable de la historia germánica.

Y es que la creación del “hombre masa”, nos sugiere Mosse, acontece en el “mundo del mito y del símbolo”. La urdimbre de un relato histórico que impone la simplificación del pasado, convirtiéndolo en una sucesión lineal de triunfos heroicos y martirios colectivos, corre el riesgo palmario de devenir en deshumanización. La sanción legal de una historia de “buenos” y “malos” y la prohibición del debate no pueden ser sanas para una democracia, al menos si entendemos a esta en clave liberal y no totalitaria. Es decir, si la definimos como un engranaje institucional que permite la deliberación racional de un haz de sujetos heterogéneos y libres que negocian cotidianamente el sentido del bien común.

Parece evidente que, al menos en este tipo de comunidad política, no es deseable que ningún órgano ni grupo se erija guardián del pasado, sino que impere una discusión crítica que no le tema a las visiones sesgadas, pues puede someterlas a escrutinio y demostrar su parcialidad. La historia, afortunadamente, es una amante promiscua, cuya infinidad de eventos son siempre susceptibles de nuevos exámenes e interpretaciones.

Al evaluar las medidas recientes de la Convención Constitucional respecto al negacionismo, haríamos bien en recordar la máxima de otro gran historiador, John Agard Pocock, que aseveró que la salud de las sociedades libres es correlativa a su capacidad para poner sobre la mesa visiones caleidoscópicas, e incluso contradictorias, de su propia historia. Pensar el pasado sin censuras ni ambages se antoja la única receta para imaginar el futuro en libertad.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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