Modernización de campañas electorales

24 de Febrero 2020 Columnas

La próxima semana se dará inicio al periodo electoral. Con ello, nos enfrentaremos a una serie de acciones comunicacionales destinadas a influir en nuestra decisión y dirección de voto. Por distintos motivos, me aventuro a sostener que el plebiscito dejará en evidencia una normativa electoral anacrónica (por no decir obsoleta), desvelando la urgencia de una reforma profunda que vaya más allá del financiamiento y la transparencia.

De acuerdo a la academia, los periodos electorales son tremendas oportunidades para acercar a los ciudadanos a los asuntos públicos y fortalecer el interés político. Esto es particularmente interesante para nuestros efectos. Si la desafección y desconexión es parte de nuestro problema, la propaganda aparece como un buen instrumento para hacerle frente, en cuanto fortalece actitudes políticas esenciales para cualquier democracia representativa. En estos términos, las campañas no sólo jugarían un rol persuasivo, sino que también un papel en la formación de “mejores” ciudadanos. Pero para que se den estos efectos democráticos, se requiere de una legislación adecuada, lo que parece no suceder en nuestro país.

Durante estos días, hemos podido leer a Patricio Santa María—presidente del consejo directivo del Servel—aclarando que la publicidad electoral comenzaba recién a fines de febrero. Esto, luego de que una serie de actores ya se encontraban desde hace semanas trabajando en la viralización de videos y campañas que buscaban influir en el voto. En la misma línea, hemos podido observar letreros camineros colgados en la Ruta 5 Sur apoyando expresamente una de las alternativas. Y sumado a eso, la prensa nos ha mostrado el intenso debate en torno a la distribución de los tiempos entre partidos y organizaciones de la sociedad civil en la próxima franja televisiva.

Pues bien, estas tres situaciones tienen que ver con un problema común. Como señaló esta semana Catalina Parot, presidenta del CNTV, nuestro ordenamiento entiende que los partidos y candidatos son los únicos que pueden realizar propaganda electoral. Además—y a diferencia de la legislación española, por ejemplo—nuestra normativa contempla taxativamente las acciones que se entienden por propaganda. Cualquier otra intervención que no esté contemplada en los artículos 31 y siguientes de la Ley 18.700 (como el tweet de un político, como el letrero caminero instalado por un privado o como el video viralizado por una ONG), sencillamente no lo es.

A primera vista, este entendimiento presenta aspectos positivos—en cuanto, por ejemplo, elimina la posibilidad de caer en corporativismo—, sin embargo, también presenta dimensiones un tanto oscuras. El problema no es que las acciones de campañas queden supeditadas al accionar de un partido o candidato (que en el caso del plebiscito no existen, por lo demás), sino que una gran cantidad de acciones comunicacionales queden absolutamente en el aire.

Tal como sucedió en otras partes del mundo, las campañas electorales han sido normadas de manera reactiva y prohibitiva. Además, usualmente el foco estuvo puesto en una contienda personalista, en el cual los candidatos eran efectivamente los actores principales. En Estados Unidos, sin embargo, esto comenzó a cambiar en la última década, apareciendo los Comités de Acción Política, más conocidos como SuperPacs. Luego de un par de sentencias de la Corte Suprema, estas organizaciones comenzaron a ser autorizadas a recibir aportes financieros ilimitados, desarrollando campañas millonarias cuyo único requisito era no estar coordinadas ni supeditadas a alguna estrategia partidista. Nacía así, una nueva forma de hacer política, fruto de un contexto altamente segmentado y menos personalista.

En Chile no estamos ajenos a esta realidad. Sin ir más lejos, en la última elección presidencial Beatriz Sánchez participó apoyada por más de 12 organizaciones sociales (no partidos). Cualquier acción comunicacional de esas organizaciones podía no ser considerada propaganda, por lo que, de acuerdo con nuestra legislación, quedaban libres de las restricciones típicas de las campañas electorales.

El problema al que nos referimos—i.e. el cambio del paradigma electoral, pasando de personalismos a una contienda más bien privada y fragmentada—es sólo uno de los tantos desafíos que deberá enfrentar nuestra normativa actual. Si queremos que las campañas sean instrumentos que nos permitan mejorar la afección política, debemos entonces modernizar nuestra institucionalidad.

Publicada en El Mercurio de Valparaíso.

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