Mejor gasto público

27 de Enero 2020 Columnas

El Ministerio de Hacienda, en conjunto con el Ministerio de Desarrollo y Familia, anunció recientemente una agenda para mejorar el gasto público. Esta agenda incluye la creación de una comisión que sugerirá ideas para mejorar la transparencia, eficacia, eficiencia e impacto del uso de los fondos públicos. Se trata de una tarea importante, no sólo dada la estrechez fiscal en el contexto actual de movilización social; también es importante para dar legitimidad a la recaudación tributaria y la acción estatal.

Cuando se discute sobre eficiencia en el uso de los recursos públicos, se suele mencionar el conjunto de programas que sistemáticamente obtiene evaluaciones deficientes, además de programas duplicados que atienden las mismas necesidades de una única población.

Un aspecto del que se habla menos, sin embargo, es de programas que, aun cuando tienen buenas evaluaciones, no son exigidos por los usuarios a quienes están destinados.

Por ejemplo, gracias a una iniciativa del SENCE, hemos sabido que más de 50 mil jóvenes y mujeres no han cobrado cerca de 9 mil millones de pesos correspondientes al Subsidio al Empleo Joven (SEJ) y el Bono al Trabajo de la Mujer (BTM). Estos programas suplementan, respectivamente, los ingresos formales de jóvenes y mujeres de bajos salarios. También entregan recursos a sus empleadores, aliviando el costo de su contratación formal. Se trata, en cierta forma, de precursores del Ingreso Mínimo Garantizado cuyo proyecto de ley se discute hoy en el Congreso.

Seguramente existen muchos otros beneficios, monetarios y no monetarios, que finalmente no son plenamente cobrados o utilizados por las personas, comunidades o instituciones para quienes fueron diseñados. Que yo sepa, no existe información pública sistematizada al respecto. Sería útil producir esta información como parte del proceso de revisión de la eficiencia y eficacia del gasto.

El que programas pertinentes no sean exigidos por sus destinatarios obliga a revisar el procedimiento de entrega de estos beneficios. La participación en un programa requiere de un conjunto de condiciones: tener derecho a los beneficios, tener conocimiento de la existencia del programa, postular y ser aceptado. Sólo entonces se reciben los beneficios.

En otras palabras, tener derecho no asegura la recepción del beneficio. En cada uno de estos pasos hay personas que son beneficiarias potenciales que se pierden. Un trabajo de James Heckman y Jeffrey Smith, académicos de las universidades de Chicago y Wisconsin respectivamente, estudió este problema en el contexto de un programa de capacitación para jóvenes en los Estados Unidos. El estudio muestra que quienes más se pierden en el camino son las personas más vulnerables, justamente quienes más necesitan el programa. Este resultado sugiere que el propio proceso puede generar inequidad en la recepción de servicios públicos.

Asimismo, el proceso en ocasiones conlleva el cumplimiento de requerimientos que dificultan el acceso o que desincentivan su solicitud. Por ejemplo, una persona que no tenga quién lo reemplace en el cuidado de un tercero (un niño pequeño o un adulto mayor con una dependencia severa) no podrá realizar un trámite que requiera hacer una cola larga en un horario limitado de atención al público.

En algunos casos los desincentivos son subjetivos: además de largas esperas, la recepción de beneficios sociales a veces sucede en un contexto de trato discriminatorio o en exceso impersonal, o de estigmatización, escasa consideración a las necesidades específicas de las personas e incluso agresiones verbales. Así lo describen los entrevistados en el estudio Voces de la Pobreza de la Fundación Superación Pobreza.

En otras palabras, la entrega de beneficios sociales no solo debe ser eficiente; debe también dar reconocimiento a las personas. En este sentido, el cambio de la Ficha de Protección Social por el Registro Social de Hogares para realizar la clasificación y priorización socioeconómica de hogares representa un avance sustancial en el trato digno a las personas en situación de pobreza y vulnerabilidad, al reemplazar en buena parte el auto reporte –el tener que “demostrar miseria”– por información que el Estado ya posee sobre las familias en sus registros administrativos.

¿Cuánto más podemos avanzar en asegurar un proceso que permita llegar de buena forma a los destinatarios de los programas? Para cada programa debiésemos trazar la ruta que siguen las personas para recibirlo, y preguntarnos si cada paso es necesario y adecuado. ¿Se debe postular o se puede asignar directamente dada la información que ya posee el Estado? Si se debe postular, ¿cuáles son los requisitos y procedimientos? ¿Qué trabas se pueden levantar? ¿Cuán adecuada es la atención?

En resumen, no podemos olvidar que el buen uso de los recursos públicos también se refiere a la forma de entrega, a los procesos que se debe seguir para percibir los diversos beneficios. En concreto, la legitimidad del esfuerzo público para apoyar a quienes lo necesitan se prueba en su transparencia, eficacia, eficiencia e impacto del uso de los fondos públicos, y también en cómo la dinámica de su entrega dignifica a las personas.

Publicado en El Mercurio.

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