“Esta es la silla del pueblo, no de la oligarquía”, dice Nicolás Maduro mientras se sienta en su despacho presidencial en el palacio de Miraflores, a la espera del conteo de votos. Es una expresión clásica de su repertorio, que revela su distorsionada comprensión de la democracia. En la mente de Maduro y del chavismo, sólo hay una alternativa legítima. La otra es el fascismo, el imperialismo, el odio. No hay interlocución posible con los enemigos del pueblo. Mucho menos podría haber alternancia. En la mente de Maduro, sólo ellos están moralmente habilitados para gobernar.
No hace falta constatar que perpetraron un mega fraude electoral para dudar de sus credenciales democráticas. Basta entender que Maduro disputa la característica central de la democracia, aun en el sentido minimalista que promueve Przeworski: que los gobernados puedan escoger a sus gobernantes.
No se trata de una democracia “distinta”, una democracia que renuncia a principios liberales como el estado de derecho, la separación de poderes o las libertades individuales, pero sigue siendo democrática en cuanto proyecta la voluntad ilimitada del pueblo. Nayib Bukele, por ejemplo, podría argüir que la suya -como la de Viktor Orban en Hungría- es una democracia iliberal: desactiva los contrapesos liberales que constriñen el poder, pero respeta la soberanía popular.
Lo de Maduro, en cambio, no es una democracia iliberal. Hace mucho rato dejó de ser democracia, sin apellidos. Maduro no es un demócrata antiliberal. No es un demócrata, punto. Si bien la ciencia política discute los méritos democráticos del populismo en teoría, el populismo de Maduro tiene poco que decir a su favor: es esencialmente anti-pluralista y paradigmáticamente autoritario.
Ya no es la resistencia plebeya frente a la hegemonía de las elites, como alguna vez se presentó el proyecto bolivariano: ha devenido en un delirio paranoico que ve enemigos en todas partes, incluso en el propio pueblo. El populismo, en la terminología romana, identifica a la parcialidad de la plebs con la totalidad del populus. No es una cuestión numérica, sino ontológica. Pero depende de una consideración mayoritaria. En este caso, la plebs que Maduro intenta pasar por populus hace rato es minoría, dirigida por una elite funcionaria corrupta y clientelar.
Se suele decir que si bien el populismo latinoamericano de izquierda no está abierto a la impugnación y al debate público -una de las dimensiones estructurales de la democracia-, por lo menos constituye un avance en la inclusión de sectores sociales tradicionalmente marginados o desplazados de la participación y la representación política.
Ni Evo Morales ni Rafael Correa fueron muy tolerantes a la disidencia política, la prensa libre, la independencia judicial o los controles autónomos. Pero en algún momento fueron populismos inclusivos o incluyentes. Lo mismo se dice de los primeros años de Hugo Chávez. En el caso de Maduro, ni eso se puede decir. Su populismo no constituye profundización democrática en ninguna dimensión posible.
En los últimos años, los observadores han llamado la atención sobre el ascenso de una versión latinoamericana de la “derecha populista radical” que avanza en Europa. A diferencia de la derecha tradicional, los especialistas advierten que esta nueva derecha no es (enteramente) leal a las reglas del juego de la democracia liberal.
Se suele mencionar el caso del propio Bukele, de Jair Bolsonaro en Brasil, de Javier Milei en Argentina, e incluso de José Antonio Kast y sus Republicanos en Chile. Y si bien ya tenemos algunas pruebas del tibio compromiso con la dimensión “liberal” de la democracia que han exhibido estos personajes -violación de restricciones constitucionales, débil reconocimiento de la derrota-, es natural que la advertencia resulte algo descontextualizada ante el robo del siglo que acaba de protagonizar Maduro y sus esbirros en Venezuela.
Por lo mismo, Maduro es un cacho de proporciones andinas para la izquierda latinoamericana. Su régimen muestra la peor cara del socialismo en el poder: la combinación entre miseria y represión. Pero, además, la crisis migratoria que ha gatillado su inoperancia superlativa ha golpeado a todos los países de la región, generando flujos masivos de mano de obra que congelan el salario de la clase trabajadora que la izquierda dice defender.
Por si fuera poco, obliga a las izquierdas latinoamericanas a salir al pizarrón a cada rato a sincerar su posición frente a la tiranía chavista. Si antes la derecha metía cuco con el riesgo de transitar hacia una “segunda Cuba”, ahora saca réditos electorales con el discurso de Chilezuela, Argentinazuela, Peruzuela, etcétera. A nadie le conviene más que Maduro salga de la escena que a la propia izquierda.
Hasta hace un par de días, todo Chile estaba hablando del caso Macaya, y el oficialismo respiraba aliviado porque el foco mediático había salido de la crisis de criminalidad. Hoy, sin embargo, el tema es si acaso se sostiene una coalición de gobierno con un partido que respalda el fraude -y la consiguiente dictadura- de Maduro. Hasta Pinochet ha salido al ruedo como ejemplo de dictador que -al menos- entrega el poder cuando pierde. Si la sola invocación de su nombre lograba unir a todas las izquierdas (y en general a las todas fuerzas democráticas del país) en su contra, ahora es la invocación de Nicolás Maduro la que logra dividir a la izquierda chilena… y unir a todas las fuerzas democráticas del país en su contra.
Publicada en Ex-Ante.