Los niños en la historia

17 de Julio 2017 Columnas

La situación de descuido en que se encuentran los niños del SENAME es consecuencia de una cultura en la que los menores han sido tradicionalmente un personaje postergado por la sociedad. La historia no ha estado ajena a esta desconsideración. Recién a fines del siglo XX Gabriel Salazar dedicó un trabajo a los niños: “Ser huacho en Chile”, una obra que, siguiendo los ejemplos de las nuevas corrientes historiográficas, sirvió como puerta de entrada en nuestro país para otros trabajos en que los niños se transformaron en protagonistas. Hasta la publicación de Salazar y tal como señala Silvia Aguilera: “Al igual que las mujeres y los pobres, los niños y niñas han sido seres inexistentes en la versión de la historia en que fuimos formados. Esa historia era la de los adultos, de los hombres, de los hijos de alguien. Esa historia no nos contaba qué sucedía con los niños y con las mujeres al momento de declararse la independencia, al desencadenarse la guerra civil o el golpe de Estado ¿Dónde estaban ellos?, ¿cómo les afectaba todo aquello?, ¿importaba esto a alguien?”.

“Los niños -según se cree- no hacen historia”, afirmaba Salazar y luego agregaba: “¿Qué se requiere para entrar en la historia? ¿Tener 18 años, saber leer y escribir, tener derecho a voto, imputabilidad penal, estar inscrito en un partido político, exhibir una planilla de sueldo mensual, tener hijos?”.

Fue este paradigma el que invisibilizó a los niños en una serie de acontecimientos en los que sí estuvieron presentes y en los que incluso, fueron protagonistas. Nos olvidamos de situaciones de niños a quienes las circunstancias los terminaron transformando en hombres. Un caso emblemático es el de José Emilio Amigo que estuvo presente en la Esmeralda durante el Combate Naval de Iquique cuando todavía no cumplía los 11 años y sufrió los horrores de una lucha que terminó siendo una “carnicería” para los chilenos. Un hecho curioso, porque durante mucho tiempo se pensó que este grumete había fallecido el 21 de mayo, hasta que se supo que había logrado escapar y regresar a su natal Loncomilla, donde su familia recibía los beneficios de su pensión.

Lamentablemente, no hay mayor registro de sus acciones, pero durante la Guerra del Pacífico fueron muchos los soldados que se trasladaban con sus mujeres y niños, falleciendo algunos de ellos de forma horrorosa como sucedió en el combate de La Concepción. Esta mirada adulta hace que perdamos las proporciones y no reparamos en que hace un siglo los padres decidían en base a su conveniencia, qué debían hacer los niños. Por esta razón, a varios hijos de campesinos se les prohibía ir a estudiar y se los obligaba a trabajar en las cosechas donde eran más productivos. Algo similar sucedía con las Fuerzas Armadas, a la que los niños ingresaban cuando apenas se empinaban a los diez años.

Lejos de sus casas, tenían que someterse al rigor de instituciones donde se disciplinaba a golpes, tal como ocurría en los establecimientos escolares que tenían espacios especialmente diseñados para los castigos. Baldomero Lillo es un buen ejemplo de un autor que, a través de la literatura, describió el drama de los pequeños que eran obligados a trabajar en las minas, donde perdían la infancia y en las que, sin saberlo, el polvo del carbón también iba acortando sus vidas.

 A partir de las declaraciones del derecho del niño, comienza a generarse un cambio, a ser escuchados y a ser considerados como parte fundamental de la familia. No sé cuáles sean las razones detrás de este cambio de paradigma, quizás la reducción en el número de hijos permite que se les dedique mayor tiempo y atención. Por esto mismo, el caso del SENAME es distinto al de la mayoría de las familias en la que los niños se han transformado en un eje. Se trata de una institución estatal que funciona bajo un esquema anticuado y por otros intereses distintos a los de la mayoría. No cambiar ese modelo, no solamente es negligente, sino además criminal.

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