Los carcamales y la ley de identidad de género

5 de Enero 2018 Columnas

El proyecto de ley de identidad de género ha reflotado las diferencias entre liberales y conservadores. Los segundos han utilizado la batería de argumentos que viene siendo usual de un tiempo a esta parte en los debates de este tipo: la conspiración del “marxismo rosa”, el lobby LGTBI, la corrupción de los niños, y un largo (y tedioso) etcétera.

Lo que queda claro de todas esas diatribas, sin embargo, es que los conservadores no tienen reparos en participar de las estrategias de la post-verdad, que por otro lado tanto condenan. Por ejemplo, han repetido hasta la saciedad que el proyecto en cuestión pretende usurpar la autoridad que los padres tienen sobre sus hijos, al permitir que “el Estado” (¿la autoridad política, un funcionario?) pueda cambiar el sexo registral sin el consentimiento paterno. Sin embargo, los partidarios del proyecto jamás han propuesto algo así. Valentina Verbal aclaró el punto en este diario, respondiendo a una columna que, erróneamente, sostenía lo contrario.

Pero más allá de si esa estrategia obedece a la ignorancia, a la desesperación, a la mala fe o a una combinación de todas ellas, el problema de fondo, que los conservadores parecen querer escamotear, es el manido argumento de la “función natural” de la sexualidad. De hecho, todos los demás argumentos parecen, o derivaciones, o (como los conspirativos) malos sustitutos suyos.

La lógica de ese argumento puede resumirse así: existe un orden natural, conformado por varones y mujeres. El rechazo de ese “orden natural” por parte de la mentalidad moderna ha producido divisiones conceptuales donde antes no las había (ni las debería haber). Ha separado el sexo de la orientación sexual y de la identidad de género. Esta separación es inaceptable, porque conduce a la destrucción de la sociedad y (supongamos que lo que viene no es circular) a la destrucción del orden natural. Por lo demás, lo que se sigue de ese orden natural queda bien reflejado en, por ejemplo, la doctrina moral católica según la cual las únicas relaciones sexuales lícitas son aquellas abiertas (actual o potencialmente) a la procreación.

Podría discutirse mucho cada uno de estos puntos. Por ejemplo, si es cierto que, como dice Aristóteles, la función natural del hombre es “recolectar” y la de la mujer “guardar”; o que la función maternal de la mujer es incompatible con los estudios, la vida laboral y la vida política; o, en fin, si acaso, por su naturaleza, los homosexuales son aptos para tareas diferentes de la danza, la peluquería y otras por el estilo. Podría discutirse largamente acerca de todos estos asuntos, pero posiblemente el lector lo encontraría innecesario, aburrido y también, algo ridículo.

El que ese parecer esté hoy tan extendido y que, incluso entre los simpatizantes de estas concepciones, la idea de la “función natural” sea aceptada sólo con muchas reservas (¿cuántas parejas heterosexuales que la defienden creen verdaderamente los preceptos de la Humanae Vitae, epítome de la moral sexual esencialista?), revela que esa concepción ha, en buena hora, ido cediendo en favor de otra no esencialista, que le aventaja en al menos dos cosas. Primero, reconoce la especificidad de las diferentes identidades sexuales, pues, pese a lo que los conservadores más fanáticos sostengan, tal diversidad existe (y no necesita ser corregida —podría añadirse—, sobre todo cuando aquellos que pertenecen a ella no creen necesario ni quieren que se corrija su condición). En segundo lugar, la concepción no esencialista tiene el mérito de liberar a los individuos de los prejuicios, ataduras y yugos sociales y legales a que la anterior los sometía.

La concepción no esencialista allana el camino a la idea de que las personas deberían tener autonomía: libertad para definir sus proyectos de vida, incluyendo su vida sexual y afectiva. El temor que otros puedan tener al daño que esos estilos de vida pudieran infligir a un supuesto orden cósmico no es razón para coartarles esa libertad.

Los conservadores no creen en la libertad sexual, y su apego a la idea de que algo más que el consentimiento es necesario en la vida sexual para que una relación sea lícita (pero no así en el mercado, curiosamente), les lleva a querer oponerse a todas aquellas iniciativas que no se ajustan a la familia “natural”: primero al reconocimiento de los hijos extramatrimoniales, luego al divorcio, después al acuerdo de vida en pareja, y ahora al matrimonio igualitario y a la ley de identidad de género. Dicho de otro modo, el apego a ese paradigma naturalista ha llevado a los conservadores a oponerse a todo lo que signifique el reconocimiento de mayores espacios de autonomía para las personas.

Un ejemplo deplorable de eso lo ha ofrecido en el último tiempo un senador RN —uno de los “carcamales” que acompañan a Sebastián Piñera, por utilizar la expresión de Carlos Peña—, que ha propuesto que el cambio de sexo registral de un adulto ¡pueda ser denegado por la oposición de terceros! Siguiendo su razonamiento, ¿no habría sido justo incluir una condición semejante en la ley de divorcio? ¿Le habría gustado a él —que luego se divorció al amparo de esa ley, que en su momento también rechazó— que alguien hubiese propuesto una condición semejante?

La ley de identidad de género —una de las pocas iniciativas legales emblemáticas bien formuladas del actual gobierno— contribuye a la emancipación de las personas trans. La derecha —la liberal, al menos— debería sumarse al apoyo de esta ley, que amplía la libertad individual. Y los conservadores de Chile Vamos deberían dejar de imponer la uniformidad para un sector que, sólo gracias a Evópoli y a Felipe Kast, hoy exhibe mayor diversidad y menores dosis de conservadurismo autoritario. Además, y por el momento, ellos son los únicos que están sacando la cara dentro del sector por la defensa de las libertades individuales.

Publicado en El Líbero.

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