- Doctor en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile, 2012.
- Magíster en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.
- Licenciado en Humanidades, Ciencias de la Comunicación y Ciencias de la Educación, Universidad Adolfo Ibáñez.
- Periodista y Profesor, Universidad Adolfo Ibáñez.
Los asesinos de la urna
Gonzalo Serrano
Esta semana tuve la oportunidad de ver la última obra de Martin Scorsese, Los asesinos de la Luna, cuyo título sirve de inspiración para esta columna. La película es la dramatización de un acontecimiento real ocurrido a inicios del siglo XX en los Estados Unidos y trata sobre la historia de un grupo de nativos norteamericanos que luego de ser circunscritos a una reserva y condenados a la miseria, encuentran, por casualidad, petróleo en sus tierras, lo que los convierte, de la noche a la mañana, en el pueblo más rico del mundo.
Al poco tiempo, el oro negro capta la atención del resto de los estadounidenses, que llegan a servir a los indios bajo la excusa de querer ayudarlos. Si antes los nativos estaban condenados a servir a los blancos como sus choferes, cocineras y niñeras, ahora les tocaba a ellos ser servidos.
Bajo la apariencia del espíritu de servicio se escondía la codicia de estos extranjeros por quedarse con su dinero, sus tierras y su petróleo. De un momento a otro, la riqueza se transforma en desgracia y el pueblo nativo terminó peor que lo que estaba antes.
Hago mención a esta película a propósito de todo lo que hemos vivido desde el 18 de octubre de 2019 en adelante. Un grupo de políticos vio en el estallido la oportunidad de conectar una serie de demandas ciudadanas y encauzarlas en un proceso constituyente que, según ellos, iba a transformar al país.
Una nueva constitución apareció en ese momento como el petróleo para la tribu Osage y muchas personas creyeron que gracias a un nuevo instrumento se iba a provocar un vuelco positivo a sus vidas. La carta magna iba a mejorar las pensiones, la salud, la educación, etc.
Los políticos, como los blancos estadounidenses, se acercaron al pueblo para convencerlos de aquello. En ese entonces, la Constitución de 1980 era un texto escrito por cuatro generales y lo conveniente era olvidarse de que había sido reformada y firmada por Ricardo Lagos.
Por una amplia mayoría, se aprobó la redacción de un nuevo texto y las esperanzas, como las confianzas depositadas en esos nuevos interlocutores de lo que quería y necesitaba el pueblo, se perdieron cuando se vio la nueva carta magna escrita por la Asamblea Constituyente. Hubo que armar un Consejo de expertos, votar por nuevos consejeros, crear otro texto y, ahora, evaluarla de nuevo. Hoy, un buen número de chilenos observamos con escepticismo que el triunfo a favor o en contra vaya a cerrar el proceso.
Desde es el estallido hasta el domingo 17 de diciembre de 2023 habremos tenido cinco elecciones relacionadas con el proceso constituyente, mientras la situación del país, influenciada además por una serie de otras variables, ha empeorado de manera considerable.
Los mismos que antes llamaban a terminar con la Constitución de Pinochet, ahora dicen que es de Lagos y los que decían que había redactar una que nos una, ahora dice que los que no están a favor de la nueva carta magna se jodan.
La mayoría de los ciudadanos, en tanto, se siente similar a la tribu Osage, engañada y utilizada. Y si no fuera obligatorio, de seguro, a muchos no les interesaría ir a votar. Después de todas estas vueltas, los políticos han terminado matando el deseo por una participación democrática.
La promesa de una vida mejor gracias a la carta magna, tal como sucedió con el petróleo, no dejó de ser más que una ilusión. Independiente de la opción que gane, muchos preferiríamos retroceder el tiempo al punto antes de que todo estallara. Lamentablemente, eso se puede hacer en una película, pero no en la vida real.
Publicada en El Mercurio de Valparaíso.