Liberales en la conversación

3 de Enero 2018 Columnas

En sus ensayos, Montaigne eleva la conversación a la categoría de arte, calificándola como el “más fructífero y natural ejercicio de nuestro espíritu”. Un ejercicio recíproco que “enseña y ejercita al mismo tiempo”, pero que requiere de “orden”. Del respeto de ciertas formas. La tendencia a la polarización de nuestro debate público en los últimos años es reflejo de un deterioro en ese plano. Concluida la elección presidencial y de cara al nuevo ciclo político, parece fundamental recuperar esas formas y rescatar el profundo sentido liberal que subyace a cualquier conversación razonable y civilizada.

¿En qué sentido liberal? En que la conversación es, ante todo, un mecanismo para intercambiar y conocer. Allí radica su valor último. Esta supone curiosidad ante un conocimiento que se aloja en una diversidad de posiciones y no en un iluminado. Por lo mismo, la conversación exige siempre una cuota de duda sobre las convicciones propias para, de buena fe, someterlas al escrutinio del debate. Y también una dosis de humildad para estar abiertos a escuchar y a dejarse convencer. El valor de la conversación -parece una obviedad decirlo- requiere, además, una predisposición a dialogar con quienes piensan distinto en lugar de rebajarla al tedioso y autorreferente espacio de quienes piensan igual.

Ser liberales en la conversación no implica bogar por que las posturas en el debate lo sean (eso sería una contradicción), sino sencillamente reconocer su valor para descubrir y procesar nuestros acuerdos y desavenencias. Pero para que este valor se exprese es fundamental honrar ciertos principios básicos que, respetuosos de la diversidad en sociedades plurales, permitan cristalizar ese conocimiento y ser un vehículo de encuentro. Sin ese piso básico, cunde la enemistad “primero contra las razones y luego contra los hombres”, advertía Montaigne.

Varios son los atentados contra ese piso.

Por supuesto, el primero y más artero es el rechazo siquiera a discutir, aduciendo la supuesta incontestabilidad de ciertas posturas. Este dogmatismo que reniega la posibilidad del error no solo es arrogante. Al privarnos de la posibilidad de aproximarnos a la verdad mediante el diálogo, esa negativa se convierte en lo que Mill calificara de “robo a la humanidad”. Otra serie de malas prácticas emergen ya en el seno de un aparente debate. Así, la conversación se hiere de muerte cuando se ataca o descalifica al interlocutor en lugar de evaluar sus argumentos o cuando cunde la lógica de dividir al mundo entre “buenos y malos”. Lo propio sucede si las razones son reemplazadas por peticiones de principio o simples eslóganes que se repiten con reverencial fe.

Todo esto hace de la conversación un juego autodestructivo ya que para ningún interlocutor de buena fe valdrá la pena entrar en él. Es, tal vez, lo que ha ido pasando en Chile y que ha tendido a deteriorar nuestro debate. Varias son sus manifestaciones en nuestro espectro político. Desde cierta izquierda, la crítica a los acuerdos, vistos con la sospecha de la traición y su reemplazo por iluminados sueños refundacionales y una maniquea división del debate. Una lógica del avanzar sin transar, en lugar de la aproximación gradual y pensante propia de la discusión. A ello se suma un abuso de la consigna por sobre la evidencia y los argumentos. Desde parte de la derecha, la reticencia a discutir ciertos temas, muchos de ellos asociados a ampliar espacios de autonomía individual, so pretexto de que no se trataría de cuestiones importantes. O, incluso, apelando al curioso argumento de evitar debates en que existen diferencias internas, como si la riqueza de la conversación no radicara precisamente en la diversidad de posturas.

Mucho se ha hablado de falta de ideas. Diría, más bien, que lo que falta es buena conversación. Esa que en política se allana a explorar consensos sensibles a las posturas ajenas. Acuerdos que, después de todo, son una aproximación dinámica a la esquiva realidad. Y no se trata de apelar nostálgicamente a otras épocas. A un Chile que se fue. Por el contrario, precisamente porque Chile cambió, porque es más plural y demanda reformas, los protagonistas de este nuevo ciclo se deben a una conversación de buena fe.

Y para ello, un entendimiento sobre las reglas de juego limpio elementales del debate es quizás una de las tareas más urgentes que todos tenemos. Un desafío central para honrar ese espíritu liberal que subyace a la conversación y que lúcidamente resumiera Schumpeter: “Darse cuenta de la validez relativa de nuestras convicciones y, no obstante, defenderlas resueltamente”. A fin de cuentas, es lo que distingue al hombre civilizado del cavernario.

Publicado en El Mercurio.

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